El fin de semana, y como viene reiterándose sistemáticamente en los últimos tiempos, los siniestros viales en Misiones volvieron a enlutar a varias familias.
Además de la pérdida de una joven vida, la niña de dos años que hasta ayer era la única sobreviviente del tremendo choque de hace dos semanas en Puerto Libertad -con un saldo final de seis víctimas fatales-, el sábado hubo que lamentar la muerte de dos motociclistas y ayer la de un automovilista.
Para colmo, se podría pensar que esa triste cifra podría ser incluso mayor, habida cuenta de los violentos vuelcos y colisiones registrados en las últimas horas en distintos puntos de la provincia, y que por fortuna o por milagro no provocaron más fallecidos ni lesionados de gravedad.
Pero sucede que basta con salir un par de veces a las rutas y calles misioneras para certificar la cantidad de infracciones de tránsito e imprudencias al volante que se siguen cometiendo con total liviandad y desprecio por la vida, propia y ajena.
De nada parecen servir las leyes, los crecientes controles, ni las campañas de difusión también cada vez más insistentes, ni siquiera las multas, que no siempre cumplen su cometido preventivo sino que a veces se tornan tan ineficaces como los estamentos encargados de su aplicación. Lo cierto es que, a pesar de todo, la inconsciencia parece no tener freno entre quienes manejan.
No es un problema exclusivo de Misiones, ni siquiera de Argentina: muchos países tienen que lidiar no sólo con la elevada siniestralidad, sino también con las malas conductas que la provocan. Porque se ha repetido ya en muchas ocasiones: si se podía evitar, no es un accidente.
Tampoco se han hallado todavía “soluciones mágicas” afuera de nuestras fronteras -provinciales o nacionales- para revertir las dramáticas cifras. Porque no hay medida o decisión política que alcance si no opera en nosotros -individual y colectivamente- el necesario cambio cultural hacia el respeto y la prudencia.