La Navidad es una fecha muy especial, la más especial y diferente de todas. Según la edad que tengamos, la vivimos de distintas maneras.
Para muchos es un momento de alegría, unión familiar, risas, encuentros. Un momento para compartir.
Para otros puede ser una fecha difícil, quizás porque han perdido a sus familias, o porque no tienen el dinero para comprar todos los regalos, comidas o arreglos que quisieran. Lo cierto es que tiene una magia escondida para hacer que, sin importar las circunstancias, sea una fecha especial que nos da fuerza, alegría y esperanza.
La Navidad es como un perfume que se siente en el aire. Todos lo respiramos y, sin darnos cuenta, algo nos cambia por dentro.
Si abrimos el corazón y callamos nuestros pensamientos, empezamos a ver que no importa cuál sea el regalo; no tiene por qué ser costoso. Lo importante es hacer sentir bien al otro con el detalle.
Cuando hemos perdido un familiar querido, resulta ser una época mágica para el reencuentro. En mi caso, mis abuelos marcaron mis Navidades. Recordarlos contando anécdotas, colocando en la mesa un objeto que haya sido de ellos, recordando la forma de hacer su brindis, es decirles con hechos que siempre viven en nuestro corazón; que el amor no entiende de puntos finales y que siempre estarán a nuestro lado, sólo que de una forma diferente.
La Navidad está llena de luces y no es casualidad. Es una forma de rememorarnos que cada uno tiene una luz propia y que, cuando la compartimos con otros, brilla más fuerte.
La Navidad es el nacimiento de Jesús, es la alegría y la esperanza de una vida mejor. Él vino para acompañarnos en este viaje y ayudarnos a ser nuestra mejor versión.
En la noche mágica, levantamos nuestras copas, abrimos nuestro corazón a todo lo posible, y con toda la fe y el amor, decimos juntos: ¡Feliz Navidad!