Primero fueron las vacaciones, que muchos pudieron tomarse tras el esfuerzo de todo el año, pero otros tantos no tuvieron cómo costearlas; después el “lujo” de comer afuera o una salida familiar al cine por ejemplo o a cualquier otro entretenimiento, cuyo impacto sobre el presupuesto cotidiano lo volvió casi inaccesible para una amplia franja de la población. Ahora es directamente la calidad de la alimentación de chicos y grandes; y no hablamos de pobreza (que también y de forma más dramática), sino de una clase media empobrecida que cada vez tiene que hacer más malabares para apenas llegar a fin de mes.
El impacto de la incontenible inflación se percibe cada vez con mayor fuerza en el día a día de los hogares argentinos.
Ayer se plasmaba en un informe de PRIMERA EDICIÓN el fenómeno: no sólo una drástica disminución en las ventas, que deja fuera de la ecuación todo aquello que no se considera “de primera necesidad”, sino también el cambio de hábitos de consumo de lo más básico.
Así, la compra de carne se reduce, con suerte, a una o dos veces por semana; la de pan ya prácticamente no se hace por kilo sino por piezas o, directamente, lo que alcance por el pequeño monto que sobrevive en el bolsillo, y ni hablar de facturas, tortas o cualquier otro “antojo”. Las segundas y terceras marcas “invadiendo” los changuitos y las góndolas de almacenes y mercados. Y el retorno del “fiado” como sistema de pago… siempre que el comerciante tenga la suficiente confianza y, sobre todo, “espalda” para “aguantar” al cliente hasta que pueda saldar su cuenta.
El combo es angustiante. Pero más dramático aún resulta el hecho de que nada parece poder revertirlo en el corto plazo, mientras que los que deberían preocuparse por la situación están enfrascados en su realidad paralela, pensando en octubre.