Emilio Pettoruti fue uno de los máximos exponentes del cubismo, el futurismo y el constructivismo en América Latina; sin embargo, su obra no se atiene a ninguna de estas etiquetas. En cambio, Pettoruti forjó una estética personal precisa, geométrica y armoniosa. Comprometido con la técnica, la luz, el movimiento y el color, su visión le valió convertirse en uno de los pintores argentinos más emocionantes del siglo XX, no sin antes causar revuelo en la escena artística de su país de origen.
Emilio Pettoruti nació el 1 de octubre de 1892 en La Plata, Argentina, en el seno de una familia de inmigrantes italianos. Cuando tenía 14 años se inscribió en la Academia de Bellas Artes de La Plata, aunque la dejó al poco tiempo tras darse cuenta de que podía aprender más por su cuenta. Así, desarrolló un estilo único para la caricatura. Para 1911, su trabajo ya había sido expuesto en algunas tiendas y salas de Buenos Aires.
Dos años más tarde, el Gobierno le concedió una beca para viajar a Italia. A su llegada a Florencia, Pettoruti se dispuso a estudiar a los grandes maestros renacentistas, desde Fra Angélico hasta Giotto. Sin embargo, el encuentro artístico que definiría su carrera no estaba en los museos de la Toscana, sino en los cafés y librerías, donde entró en contacto con la vanguardia artística italiana; en concreto, con el futurismo. En esta etapa, Pettoruti adquirió más conciencia sobre la relación y armonía entre la luz y el color, un pilar de su característico estilo.
En el período de la Primera Guerra Mundial y los años posteriores, Pettoruti vivió en Roma y Milán, donde se ganó la vida ilustrando libros y diseñando vitrales y escenografía, a los que les imprimió su peculiar estética. Las secuelas de la guerra pusieron el enfoque de la escena artística en el modernismo europeo, así como la revaloración de las cualidades clásicas del Novecento. Sin embargo, los valores fascistas asociados con esta corriente -y la subida al poder de Mussolini- lo llevaron a planear su regreso a Argentina.
Durante una visita a París, tuvo el siguiente gran encuentro que definiría su singular estética: conoció a al pintor español Juan Gris, quien lo acercó a su cubismo sintético y en el que Pettoruti encontraría un nuevo lenguaje geométrico. En este período, el pintor expuso su obra y participó en concursos, lo que le animó a enviar trabajos a los salones argentinos. El rechazo de estas instituciones era un adelanto de lo que experimentaría a su regreso a Buenos Aires.
Tras 11 años en Europa, Emilio Pettoruti volvió a Argentina en julio de 1924. Unos meses después, el Salón Witcomb organizó una gran muestra con 86 obras. Si bien su nombre no era nuevo para los seguidores del arte, la visión de Pettoruti, abstracta y claramente influenciada por el cubismo y el futurismo europeos, causaron una gran polémica entre la escena artística de Buenos Aires, donde reinaba la pintura costumbrista y el naturalismo.
Xul Solar, su amigo y compañero en la vanguardia, escribió en la revista Martín Fierro sobre este fenómeno: “El público porteño puede admirarlo o despreciarlo, pero todos reconocerán su arte como una gran fuerza estimulante y un punto de partida para nuestra propia evolución artística futura”. Si bien recibió críticas por parte de algunos académicos, la muestra fue un punto de quiebre que marcó la llegada de las corrientes vanguardistas a Argentina, e inspiró a una nueva generación de artistas en busca de un lenguaje plástico refrescante.
Con el paso de los años, Pettoruti se convirtió en punta de lanza de esta nueva visión pictórica a través de exposiciones recurrentes, conferencias y crítica de arte, un campo en el que destacó y le permitió observar de cerca la evolución del arte en un momento histórico y volátil. En 1927 fue nombrado director del Museo Provincial de Bellas Artes de La Plata, desde el que buscó darle un nuevo aire al arte producido en Argentina.
A lo largo de esta década, los músicos fueron los grandes protagonistas de la obra de Pettoruti, un elemento que el pintor asociaba con la cultura porteña del tango, entablando así una conexión entre la propuesta visual importada del cubismo y un enraizado símbolo local; sus motivos preferidos pasaron a ser los arlequines, para representar la figura humana como forma anónima, no como un individuo.
Para Pettoruti, la década de 1940 comenzó con una gran muestra retrospectiva en Amigos del Arte, exposición que impulsó una nueva apreciación de la visión de este pintor y su papel como catalizador de una nueva estética. Expuso individual y colectivamente por todo Estados Unidos, entre las que destaca una muestra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, institución que adquirió su cuadro Copa verde-gris, de una serie de bodegones, caracterizados por sus formas planas y su ingenioso uso de la luz.
En 1952, se instaló definitivamente en París. En este período, la obra de Pettoruti alcanzó su máximo acercamiento a la abstracción pura; muchas de sus obras partían de una composición geométrica rígida.