Guillermina González de Ferreyra (88) aún se ocupa de hacer inyecciones o medir la insulina a algún vecino del barrio que requiera de sus conocimientos y de sus manos mágicas. La de enfermera, una profesión que caló muy hondo en esta mujer, que nació en Bonpland y que de pequeña vino a vivir a Posadas junto a su familia, para poder cursar la escuela primaria. Una hija y una nieta, continúan este legado.
“Llegué a Posadas a los 9 años. En ese entonces éramos siete hermanos, después pasamos a ser 14. Papá nos trajo para estudiar porque en Bonpland vivíamos en la colonia y la escuela nos quedaba muy lejos. La maestra pasaba por enfrente, entonces, en algunas oportunidades nos acercaba. De lo contrario, teníamos que venir a pie y teníamos miedo”, contó, entusiasmada. Ya en la capital provincial, se establecieron en Villa Sarita, donde alquilaron una casa, y fue a la Nº 220, donde se encuentra la Escuela de Robótica. “Nos quedaba cerquita porque vivíamos en la ‘ribada’, pero había solo hasta cuarto grado”. Con sexto y séptimo en la Escuela Nº 42, finalizó el ciclo.
Cursó un año en la Escuela de Comercio General San Martín, pero “después de rendir, no quise seguir”. Incursionó en corte y confección en la EPET Nº 2 y volvió a abandonar. Finalmente, optó por la enfermería, dictada por la Cruz Roja, que no tenía su sede y funcionaba en calle Santa Fe y Félix de Azara. “Allí cursamos a lo largo de tres años, de 18 a 21, y los médicos que nos daban clases lo hacían ad honorem. Ingresamos 62 y nos recibimos siete. Me puse a estudiar por estudiar, y me terminó gustando mucho”, aseguró.
En todo este proceso, papá Cristóbal fue de gran ayuda y se ocupaba de todo. Fue empleado de la Dirección General de Industria, pero también hacía de niñero, cocinero. “Todos tirábamos para el mismo lado y colaborábamos, hicimos nuestra casita, con sacrificio. Anduve mucho porque trabajé en soldadura de baterías”.
Fueron años sacrificados
A los 20 años se recibió de enfermera y a los 23, contrajo matrimonio con Cristóbal Héctor Ferreyra (89), a quien conoció en el barrio. Mientras tanto, se quedaron a vivir en una casa alquilada de Villa Sarita, y Guillermina se compró una bicicleta e iba pedaleando desde el Parque Paraguayo hasta el hospital. “Empecé en el hospital y luego se inauguró la Maternidad, adonde me trasladaron a pedido de la religiosa Fortunata –era usual que hubiera una monja porque estaba la capilla, aunque el Dr. Alberto Boratti no quería firmar mi pase. Ahí trabajé todo el tiempo con los médicos cirujanos, otros me querían llevar, pero me quedé ahí en el sector de mujeres hasta que me convertí en jefa del sector. Es que como ya no quedaban enfermeras antiguas, porque se iban jubilando, me nombraron y tenía 14 a mi cargo”.
Su hija Liliana -recibió la distinción Marta Teodora Schwartz- y su nieta Adriana, siguieron los pasos de Guillermina, a quien consideraron una profesional con el suficiente carácter para ser jefa de enfermeras del Hospital Madariaga.
Diariamente, tenía que llenar una planilla que, por lo general, completaba en su casa y si faltaba personal, una ambulancia venía a buscarla. “Algunas faltaban y avisaban tarde, y era yo la que tenía que quedarme las 16 horas. Se iban todos, yo siempre quedaba, por último. No había como avisar -no teníamos teléfono-, entonces en determinado momento mi esposo iba a buscarme, pero en vano, porque yo ya me quedaba”, comentó. Era usual que saliera de su casa a las 5 porque los colectivos pasaban por el mástil, entonces iba a pie y tomaba el Nº1, que la acercaba hasta el hospital.
En la zona de avenida San Martín y López y Planes compraron un terreno, edificaron la casa y se mudaron allá por 1963. “Acá no había casas, era todo campo”, describió. Es que su hermana Julia, que también era enfermera, y estaba bajo su mando, también había comprado un predio en las inmediaciones. Con Julia iban a tomar el colectivo, caminando. Eran calles de tierra. En frente –por López y Planes- no se podía pasar cuando llovía. “Me ponía las botas de agua, pero por el puente no podíamos pasar, teníamos que ir haciendo un rodeo. Íbamos de todos modos. Nunca falté porque no había motivos. Nos sacábamos los zapatos, los metíamos en el bolso y continuábamos caminando descalzas hasta pasar el agua”, narró, y acotó que después apareció la línea 11 y la 7, que venían de la zona del barrio San Miguel.
Había que capacitarse
Recordó que su labor tenía que ver con la cirugía general. “La sala tenía veinte camas, una al lado de la otra, y también enfrentadas. Y cuando la demanda era grande, se ponían dos camas en el baño, que era de grandes dimensiones. Tenía mi personal, pero la ‘nochera’, que es la persona que permanecía durante el turno noche, tenía que ocuparse de la limpieza de los pacientes. En particular, a quienes iban a someter a cirugía porque a las 7 los bajaba desde el tercer piso a los quirófanos, que estaban en la planta baja No había duchas, se higienizaba con baldes. Cuando yo llegaba, tenía que estar todo limpio”, manifestó quien, además, se recibió de instrumentadora quirúrgica aquí, y antes que la designen jefa fue, a hacer un curso intensivo de tres meses en Rosario, en Santa Fe.
Había un fotógrafo que vivía cerca del nosocomio que tomaba las imágenes de eventos como el Día de la Enfermera o los cumpleaños, que solían festejarse a lo grande, en el mismo predio, con los miembros de cada familia. La tía Julia –que falleció en marzo- organizaba las fiestas y la comida, y muchas veces llevaba empanadas, rellenas con algodón como una picardía. Guillermina conserva numerosas de esas fotografías que eternizaron esos felices momentos.
El curso de instrumentadora se extendió por un año. Después las llevaron a la sala de operaciones, “primero observábamos, después nos metíamos. En cirugía había una jefa que nos guiaba, después ayudábamos. Aunque yo no ayudaba tanto porque era jefa, solo cuando necesitaban me llamaban desde abajo. Un día, en el apuro, me revolqué por las escaleras”, dijo, entre risas.
Además, “me tocaba hacer los pedidos de elementos a la farmacia y los tenía que buscar muy temprano, antes de empezar a trabajar. También dos grandes barras de hielo, que colocábamos en una heladera de madera donde se enfriaban las cosas. Mi tarea era registrar en una planilla grande, similar a una carpeta número 5, a todas las personas que ingresaban y que eran dadas de alta. También buscábamos la ropa del lavadero que quedaba en el mismo predio, pero bastante lejos, desde donde venía todo planchado. Teníamos que controlar todo, las sábanas, las frazadas, las toallas, porque después nos controlaban a nosotros. Cuando regresábamos teníamos que cambiar las camas que estaban sucias, y así, todos los días. Siempre tenía que esperar a los médicos para entregar el informe. Los martes se hacía una revisión exhaustiva y cada enfermo tenía que estar con su respectiva carpeta”.
Antes para hacer las inyecciones, “la jeringa y la aguja se hervían en una olla grande (por ebullición). Muchas veces, cuando había urgencias, nos quemábamos las manos. Si no había nada programado, apagábamos un rato el fuego, pero todo lo quirúrgico se hervía. También sacábamos la sangre para llevarla al laboratorio, todas las mañanas”.
Cuando nacieron los hijos, “nos daban casi tres meses para quedarnos en casa, después venía una niñera. Pero había que cocinar, lavar la ropa a mano, lavar pañales de tela, se planchaba, en la casa se trabajaba mucho”. Pero, además de eso, seguía cumpliendo con su profesión en el barrio. Siempre la llamaban o algún vecino la venía a buscar. Mónica y Liliana eran niñas, pero siempre la acompañaban mientras papá quedaba a esperarlas en el portón. “Había que cumplir con los antibióticos, con los horarios. Y nosotras éramos las hijas de la enfermera del barrio, hasta ahora, donde vamos somos las hijas de enfermera porque mamá sigue yendo a domicilio porque hay quienes quieren colocarse la inyección o medirse la presión o la glucemia -aprendió de grande para poder atender a los mayores-, con ella”.
Hasta antes de la pandemia trabajaba en un local del PAMI, adonde acudía dos veces a la semana. También caminaba hasta un Centro de Jubilados. “Mi esposo no quería que fuera, pero como no conseguían enfermera, iba igual, hasta que me atropello un auto”, produciéndole múltiples fracturas. Después de la recuperación se quedó con el espacio del PAMI.
Tercera generación
Su hija Liliana es enfermera e instrumentadora quirúrgica. Se desempeña hace 34 años, tanto en un sanatorio privado – jefa del sector de quirófano- como en la Maternidad del Hospital Madariaga, también en quirófano. Guillermina era enfermera de sala, pero ambas coincidieron en la labor durante los últimos tres años, antes que la madre se jubilara. Adriana, hija de Liliana, también es enfermera. Entiende que todo nació porque “iba con nosotras a la guardería del hospital. Se había inaugurado y Adriana fue una de las primeras alumnas”. Cuando terminó el colegio secundario, asumió el desafío para “ver si verdaderamente era la vocación. Hoy ejerzo la enfermería en un sanatorio donde mamá es mi jefa, lo que significa mucha responsabilidad. Soy licenciada en enfermería desde hace dos años, y enfermera y asistente de endoscopia en quirófano desde hace 10 años”.
La familia de Guillermina se compone de 32 miembros, entre hijos, nietos y bisnietos. Mónica tiene cuatro hijos: Noelia, Leonardo, Gabriela y Emiliano. Liliana es madre de cuatro: Matías, Adriana, Verónica y Paula (estudiante de medicina), mientras que Jorge es padre de Thiago (estudiante de kinesiología) y Jonás. La abuela es la que malcría a todos -particularmente en los cumpleaños- con sus pastafrolas y tortas de choclo.
Liliana rememoró que “mamá nos llevaba siempre al Madariaga. Allá nos daba a desayunar, y a las fiestas iba toda la familia. Nos criamos con las otras enfermeras, con sus hijas, que eran de nuestras edades. Íbamos a sus quince, vinieron a los nuestros, nos frecuentábamos en los cumpleaños. Éramos como una familia. Lo que normalmente haces con tus primos, nosotros lo hacíamos con los hijos de las compañeras de ella. Hasta ahora nos vemos, nos saludamos”.
Jorge, en tanto, confió que fue varias veces cuando tenía seis o siete años y “no quería entrar. Tenía miedo porque había que pasar en medio de toda la cantidad de enfermos, uno al lado del otro, algunos gimiendo, gritando. A mi edad, parecían todos moribundos. Me quedó la imagen de cómo cuidaban a un quemado, al que tenían envuelto como en una carpa. Caminaba hasta el final y la sala me parecía súper larga, pero siendo más grande me di cuenta que no era así. En el hospital, mamá me hacía desayunar o merendar, y después me quedaba con la enfermera. Para mí era todo de terror”. Mónica coincidió con su hermano, al señalar que “sentía mucho miedo porque veía las mismas cosas”.