Días pasados nos embarcamos para navegar aguas arriba a la zona de Santa Ana y luego de pasar por la boca del San Juan, dejando atrás al gran lago que se formó por la represa Yacyretá, nos encontramos nuevamente con el Paraná de barrancas altas, de grandes correderas y pozones.
Nos detuvimos un instante justamente en el famoso Pozo Negro, que fuera escenario de innumerables historias escritas por pescadores como los integrantes de la familia Feisan, los patriarcas de ese lugar del río.
Les comenté a mis compañeros de travesía que, si bien el lugar era un gran pesquero, pocos metros más arriba había otra alternativa: la corredera del que fuera el primer ingenio azucarero de nuestra provincia.
El Campo San Juan que antaño fuera propiedad de los Mitre, con su inmensa chimenea y sus más de 8 kilómetros de ferrocarril que recorrían internamente el lote; marcó un hito en la historia de nuestra provincia.
Aquella corredera era un excelente pesquero de los grandes manguruyúes, pero muy pocos se aventuraban a pescar en esa zona sobre todo en horarios nocturnos ya que se la conocía como siniestra, pues se dice que en época de mensúes allí ocurrieron varias muertes vinculadas a fuerzas extrañas.
Según los lugareños, el último acontecimiento signado por el misterio habría ocurrido a principios de los años ‘70 cuando un viejo pescador, muy conocido de la boca del Yabebiry, obviando todas las advertencias de sus amigos, decidió ir a pescar y cazar durante un par de días a esas latitudes colmadas de grandes dorados, carpinchos, pacas y venados.
Al personaje de esta historia lo llamaban Nolfo, hombre muy conocido en el ambiente de los pescadores como solitario y distante.
Fue un jueves bien temprano en el que Nolfo partió desde la boca del Yabebiry hacia la zona de la chimenea. Al llegar al lugar y arrimarse al antiguo embarcadero del ingenio y donde culminaban las vías férreas del complejo, a Nolfo no le extrañó que no hubieran rastros de ningún campamento reciente, pues ya conocía el historial que pesaba sobre el lugar y la reticencia de la gente para aventurarse allí.
Restándole importancia al hecho, bajó sus petates, luego pegó una macheteada en un pequeño sector del monte para instalar su ranchada. Poco después de prender el fogón para preparar un reviro y un buen cimarrón, se abocó a caminar por la orilla de un pequeño arroyo del lugar. No tardó mucho en encontrar los rastros de las pacas, donde podría armar el corral y la armadilla, que consistía en una especie de escopeta compuesta por un caño de aproximadamente 60 centímetros en el cual cabía justo un cartucho del calibre 12 chico.
A ese caño se adosaba un sistema muy rudimentario de gatillo del cual pendía un hilo atado al cebo que le ponía a su presa. Para esta ocasión, había llevado espigas de maíz y paltas verdes, ambas predilectas de las pacas. En poco más de dos horas encontró tres lugares adecuados para la caza, armando sus trampas y encargándose minuciosamente con el machete de marcar el rumbo para no equivocarse al día siguiente a la hora de revisar si habían tenido éxito sus artilugios de cacería.
Al caer la noche, Nolfo sacó unos bagres para encarnar un par de esperas que puso no muy lejos de la costa para tentar a los grandes dorados. Más tarde preparó una carne que tenía charqueada, la cual acompañada con el reviro que había hecho más temprano y un tinto, bastaban para cerrar aquella primera jornada.
Lamentablemente, aquella noche iluminada por las estrellas que parecía el marco ideal para un buen descanso de aquel pescador no fue tal. De a poco empezaron a sonar en la penumbra de la noche susurros y gritos de lamentos que hicieron atizar el fogón y temblar al pescador, manteniéndolo en vilo toda la noche.
Con las primeras luces del alba, en un clima enrarecido, fue a recorrer sus trampas. Al llegar a la primera quedó atónito al ver que no estaban ninguno de sus cebos -ni la espiga de maíz ni la palta entera- y el hilo del percutor había sido cortado sin concretar el tiro. Incrédulo de lo que estaba viendo, trató de minimizar aquel hecho tan raro y comenzó a buscar la segunda trampa. A los pocos metros, se desnorteó inexplicablemente, tropezando con el hilo que activaba la segunda trampa y recibiendo absolutamente todos los balines del calibre 12 en su pierna izquierda.
De pronto, un charco de sangre inundó la escena. Sin entender aún lo que había pasado, atinó a sacarse el cinto para hacer un torniquete. Luego se arrastró con sus últimas fuerzas hasta la canoa que yacía en la costa del río. Trató de remar hasta el canal buscando auxilio y luego, recostándose en el piso, apenas pudo levantar su pierna herida sobre la tabla que oficiaba de asiento. Fue entonces que se desvaneció, quedando a la deriva por el caudaloso río.
Jamás se supo cuánto tiempo anduvo a la deriva Nolfo. Pero ya en horas del mediodía, una embarcación de Prefectura que patrullaba la zona del arroyo San Juan Grande divisó aquella canoa a la deriva por el canal del río en la que, aparentemente, no había tripulantes.
Sin embargo, al acercarse fue tamaña la sorpresa que se llevaron los prefecturianos al ver al pescador totalmente bañado en sangre y con su corazón apenas latiendo. Presurosos, lo trasladaron a la lancha, dirigiéndose raudamente hacia Candelaria.
Ya en el trayecto, gracias al equipo de comunicación con el que contaban, coordinaron la llegada de una ambulancia a la zona ribereña conocida como Corredera de Bordón, ubicada al final de la avenida principal de dicha localidad.
Al llegar al nosocomio los médicos no podían entender cómo aquel hombre permanecía con vida. Sin dudas, el diosito de los pescadores había tallado nuevamente.
Tiempo después y ya recuperado, lo encontré a Nolfo y le pregunté qué había provocado su desconcierto para caer en su propia trampa. Él me respondió con una pequeña frase que lo explicó todo: “no respeté la historia de los duendes del Campo San Juan”.
Por Walter Gonçalves