Hoy se celebra el Día del Inmigrante, una fecha que llama a convocar a quienes ayer y hoy, sin mirar atrás y más sueños que certezas, dejaron su tierra. Pero en estas historias también están quienes llegaron a la vida a partir de estas generaciones, marcadas por el destierro y obligadas a la frialdad para sobrellevar el desapego, que trabajaron con ímpetu, al punto de ser cruciales en el desarrollo de ciudades de la tierra colorada, y que fueron capaces de dejar atrás toda carga de sus antepasados y formar familias amorosas, como Lidia Kseminski, que con más de ocho décadas sobre sus hombros y una vida de trabajo, se levanta cada día decidida a cuidar de sus plantas y complacer a sus hijos y nietos.
Lidia nació en la Capital Nacional de la Yerba Mate, en el límite con Corrientes, casi a orillas del Chimiray, cuando la ruralidad copaba la zona, condición que obligó a su familia a depositar su confianza en familias que pudieran cuidarla, a cambio de pequeños quehaceres, para que pudiera ir a la escuela.
Con una memoria digna de envidia, Lidia contó que “mi papá era argentino, mi mamá tenía tres años cuando llegó de Polonia, con la segunda oleada inmigratoria, disparando de la guerra. Ella solía contar que en el barco entraba agua, que sacaban con una latita, lo había vivido como un momento lindo, seguramente por ser muy niña. En esa época el gobernador Lanusse se encargaba de ubicar a la gente, recuerdo a mi mamá decir que primero los dejaron en un lugar en Posadas, luego fueron cambiando hasta llegar a Aristóbulo del Valle, donde finalmente se asentaron, pero para hacerlo debieron abrirse camino en el monte, que era cielo y monte. Allí empezaron a trabajar y levantaron la casa, con pindó”.
“Lamentablemente cuando mamá quería contarnos algo de antes, nosotros no queríamos escuchar, no prestábamos atención y ahora nos arrepentimos”, confesó Lidia.
Y agregó que su papá era apostoleño, pero tenía parientes en la Capital de los Saltos y Cascadas, con lo cual era un asiduo visitante y allí conoció a su madre. Estar juntos significó para su mamá dejar a sus padres y mudarse a Apóstoles, a la casa de los suegros. Allí nació Lidia, igual que otros ocho hermanos. Siete mujeres y dos varones.
“Éramos muchos hermanos, la escuela estaba lejos, había que caminar siete kilómetros, mis cuatro hermanos mayores, caminaron, dos varones y dos mujeres, después mi mamá, como tenía muchos conocidos en el pueblo, porque vendía verduras, huevo, un poco de todo, gente muy buena, nos fue ubicando en casas de familias, para que podamos estudiar, pero teníamos que trabajar, hacer mandados, quehaceres de la casa, pero siempre estuvimos con personas muy buenas, las familias Kosinski, Zubreski…” memoró.
“Mamá nos ubicó a cada una, yo estuve muchos años con una tía, muchos parientes no había tampoco, estaban todos más hacia el norte, cuando la tía falleció, yo tendría unos diez años, me fui a la casa de otra familia, donde estaban mis hermanos, todos en el grupo de la misma familia. No se sentía desapego, no se notaba, o no se sabía lo que era, se vivía como algo normal”, confió y agregó que la familia Zubreski fue creciendo, los hijos se fueron casando, para entonces yo tendría 15 o 16 años, terminaba sexto grado, no iba a seguir estudiando, era muy complicado, y una de las hijas se casaba con un militar de Apóstoles, entonces ella, maestra, me llevó a trabajar en su casa. Yo hacía todo y crié a sus dos hijos, allí trabajé hasta que me casé, salí de esa casa para casarme, una semana antes de mi casamiento”.
Apostar a la familia
Lidia tenía 23 años cuando se casó con Mariano Olexin. La fiesta se organizó en una semana. “Lo que pasó es que él era camionero, cada salida era romper el camión, volcar, los viajes eran muy largos y los padres veían que no podía seguir así, que en vez de ganancias tenía pérdidas. La familia Yatchesen, que tenía la línea de colectivos en la zona, vendía la línea de Concepción de la Sierra a Apóstoles y mis suegros decidieron comprarla, pero la condición era que nos casáramos porque él no podría estar solo en Concepción, por eso nos casamos tan pronto. Yo solo pensaba que iban a decir que estaba embarazada, antes era así”, trajo al presente.
“Desde muy pequeña trabajé, en cosas livianas, con familias con las que mamá nos ubicaba, aprendimos a planchar, a lavar, a sacar manchas, a cocinar, aprendimos de esa gente, que no nos explotaba. Hoy es algo impensado algo así, desde cualquiera de las partes”.
Luego de una semana en San Borja, de luna de miel, “comenzamos a trabajar. La pala nunca debía faltar. Nunca se sabía cuándo una lluvia repentina podía complicar el viaje. Todo era tierra. Cuando llovía se bajaba a todos los pasajeros, se ponían cadenas y ni así se podía subir, así que solo quedaba ir en busca de un vecino que tenga un tractor para mover el colectivo del pantano. Se salía de Apóstoles a las 18.30 y a las 20 había que estar en Concepción, pero eran más las veces eran más de las 21 y estábamos en medio del camino, tratando de salir del barro, era tan distinto cuando no había ruta”.
Fueron muchos años de trajinar. De días, hasta caer la noche y más de transitar el mismo camino. En medio, nacieron Liliana y Héctor, y había otro negocio que atender, la yerba de la familia Olexin, Mariano debía ayudar a su padre y ya no era posible estar al frente de ambas empresas. Ya no hubo tiempo para el colectivo. Además, el “benjamín” de la familia comenzaba la secundaria y mudarse a Apóstoles era la mejor opción.
Pero a veces no todo se cumple según los planes. El paso de los años, el trabajo, las luchas… Llevaron al matrimonio a separarse. Lidia se instaló junto a sus hijos en una casa del centro y, aunque mantuvo una buena relación con Mariano, volvieron las casas de familia y las cocinas, estuvo a cargo del comedor de PAMI, allí cocinaba, junto a una ayudante, para unas cuarenta personas, para el sustento económico.
“En mi casa tengo todas las comodidades. Mis hijos no me dejan faltar nada. Mis nietos están siempre presentes. Tengo mis plantas y la cocina…” confió Lidia y hay testigos de que en la mesa no faltan los “holuptsi” del verdadero repollo.
Hoy, los días la encuentran pendiente de sus plantas, de sus hijos y nietos, convencida de que “no tendría nada que cambiar en mi vida, es lo que me gusta, trabajar, la cocina, la casa, la huerta” y asegura ser y haber sido feliz.