En octubre, celebramos el mes de las misiones, que nos invita a reflexionar sobre una de las dimensiones esenciales de nuestra fe. En medio de las numerosas situaciones de violencia que enfrenta el mundo actual debido a conflictos bélicos y a las incertidumbres que vivimos como país, es oportuno reflexionar sobre nuestra verdadera misión que nos llama a “custodiar la paz” como hombres y mujeres de fe.
En primer lugar, todos hemos sido llamados a la vida, que es la primera misión del ser humano. A partir de ahí, tenemos el deber de compartir la vida y nuestra fe. Hoy en día, creo que este compartir la vida debe ampliar nuestra perspectiva para que podamos anunciar el mensaje de paz y promover una convivencia armónica.
A la luz del Concilio Vaticano II, se nos recuerda que “toda la Iglesia es misionera y la obra de evangelización es un deber fundamental del Pueblo de Dios”. En este sentido, el papa Francisco nos dice que “el anuncio del evangelio es una dimensión vital de nuestra vida apostólica, configurada por el Espíritu Santo como comunidad en salida.
Es como el oxígeno” para el cristiano, necesario para mantener la vida de fe.
La misión nos llama a descubrir el verdadero sentido de nuestra vida, ya sea en nuestro entorno familiar o desde el lugar que ocupamos en la sociedad, en el trabajo o en las tareas a las que estamos dedicados.
Desde ese lugar que nos corresponde en esta tierra, tenemos la responsabilidad de compartir con los demás el regalo y la alegría de la vida. Jesús mismo, al enviar a sus discípulos, formó una comunidad misionera y los envió de dos en dos. La esencia de nuestra vida y misión está en el compartir de la vida, en dar y recibir desde el amor y la generosidad.
La misión de cada bautizado en el mundo de hoy es un llamado a “anunciar a Cristo sobre todo con el testimonio de vida”. En este momento, se nos llama a ser mensajeros del amor, la paz y el servicio en un mundo que enfrenta divisiones debido a diferencias religiosas, culturales y étnicas.
Hoy en día, estamos llamados a acoger a los más vulnerables de nuestra sociedad, especialmente a aquellos que sufren pobreza y marginación.
La misión nos abre a la experiencia de encuentro con los demás. En esos encuentros que tenemos todos los días en nuestra vida cotidiana, somos invitados a transmitir nuestra experiencia de fe desde el amor y la caridad.
Las obras de solidaridad y amor que compartimos hacen que nuestra fe sea fructífera y misionera, al servicio de los demás, siguiendo el ejemplo de Jesús mismo.
Siguiendo las palabras inspiradoras de nuestro amado papa Francisco, invoquemos al Espíritu Santo para que llene nuestros corazones de serenidad y paz. “Es el Espíritu Santo quien deshace las barreras y nos libra de la tentación de agredir a los demás. Él nos recuerda que junto a nosotros hay hermanos y hermanas, no obstáculos ni adversarios. Con su ayuda, nos convertimos en personas de paz”.
Anhelamos ser misioneros de paz y amor, siendo testimonio vivo de nuestra fe en Dios y de una vida dedicada al servicio. En este mes de las misiones, pedimos a María, la primera misionera por excelencia, que interceda por nuestras familias.
Que ella nos acompañe en nuestro camino de misión, guiándonos y fortaleciéndonos en nuestro compromiso de llevar el mensaje de paz y amor a todos los rincones del mundo.