Por Norma Beatriz Do Amaral (*)
En una pequeña comunidad -traspasada por caminos de tierra colorada, serranías y monte tupido- vivía una niña llamada Ára Jera. En las cercanías se podía apreciar una diversidad exuberante de naturaleza autóctona. Los lapachos florecidos salpicaban de amarillo y rosa el singular paisaje, abundaban los animales silvestres y una complejidad de pájaros del monte exhibían una exquisita sinfonía.
La madre de Ára Jera cultivaba la huerta y una pequeña parcela de tierra con plantaciones de mandioca, porotos, maíz y una amplia variedad de frutales. Elaboraba con frutas de estación deliciosas mermeladas y preparaba una variedad de alimentos, como la feijoada y los varenikes.
Escuchar los cuentos de su abuela, cuando venía de visitas a su casa, era una experiencia fascinante. Alguna enseñanza se filtraba como colaborar en las tareas de la casa, apreciar las propias cualidades y la de los demás, ser amable con uno mismo, decir siempre la verdad; siempre.
A su vez, se convertía en una aventura espléndida el paseo a la casa de sus tíos a unos pocos kilómetros. Junto a su hermana y sus primos recorrían en carro la chacra y regresaban con leche fresca recién ordeñada, verduras y melones.
La escuela hasta el momento no le resultaba de mucho agrado pues a Ára Jera le gustaba jugar; y en los reducidos espacios de tiempo llamados “recreos”, cuando comenzaba el entusiasmo de jugar a la ronda, a la mancha escondida o saltar al isipó, rápidamente tocaba la campana.
Junto a su madre practicaba algunas tareas escolares en su casa sin mucho éxito. Con empeño y a costa de seriedad se esforzaba por ser una niña aplicada y hacer bien las tareas, en algún momento el miedo a equivocarse comenzó a perseguirla.
A veces se sentía particularmente triste y en otras ocasiones una veta de enojo afloraba, sin embargo, aprendió que no estaba bien enojarse. Transcurrió el tiempo y comenzó a distanciarse de esa chispa alegre que solía mostrar.
Cierto día un ruido estridente la despertó en medio de la madrugada, eran unos enormes monstruos con ruedas que salían de las picadas con vigas en sus espaldas. Ara Jera se asomó despacito a la ventana, sus enormes ojos dieron cuenta de los hermosos árboles ancestrales, ahora sin vida. ¡Eran excepcionales!
Le producía una inmensa angustia la agonía de sus amigos los árboles con quienes pasaba sus momentos favoritos de la infancia. La tala y el arrebato comenzaron a ser recurrentes; varias ideas pasaban por su mente para detener esto, pero en la comunidad se escuchaba repetir:
—Poco se puede hacer, así son las cosas.
Ára Jera se preguntaba:
—¿Cómo puedo contribuir a la vida de los preciados árboles, y a la nuestra?
Con la unión de la mayoría seguramente muchas cosas se podrían lograr; comenzando por salir de la indiferencia y el silencio.
Le llevó algunos años aprender que estaba bien sentir cualquier emoción, había que valerse de algunos recursos apropiados. Y comenzar por trabajar en sí misma lo emocional ayudaría a transformar el analfabetismo emocional instalado en su comunidad.
El ser humano destruía la naturaleza y su entorno al vivir en desconexión consigo mismo. Había que humanizar la inteligencia, dejar de destruir y poner la atención en construir, cuidar, regenerar. Y percibir la enorme riqueza a nuestro alcance —el interior. Para Ára Jera era deslumbrante estar presente en las experiencias cotidianas, saboreando y apreciando el instante en contacto con la diversidad de su entorno.
Ára Jera “tiempo de florecer” en nuestra querida lengua ancestral Mbya Guaraní, es una invitación a conectarnos con nuestro espacio interno, vivir el presente desde nuestros potenciales; integrando lo emocional y desarrollando nuestras cualidades en una vida coherente, amable, auténtica, de respeto a la naturaleza y a todo ser viviente.
Sobre la autora
Es misionera, egresada de la UNaM. Vivió en España y Uruguay.