“Ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra”.
Mario Benedetti
Ayer estaba mirando qué tirar de las cajas apiladas sobre el placard hasta que encontré un sobre con fotos viejas, de esas que cientos de veces me propuse digitalizar. Mientras las miraba con un tono melancólico.
– Deberías hacer algo con esto, o se van a perder. – dijo Caro casi reprochándome.
– Pasa que como son únicas, son más especiales. – contesté yo, tratando de ser lo más poético posible manteniendo un tono chistoso.
Ella dejó escapar una risa cómplice. Sabe en gran parte que para nada pienso eso, sino que únicamente quiero llevarle la contra. También creo que no haberlas digitalizado responde más a no querer verme, ni mucho menos ver “lo que pude haber sido”. Volver a ese nene que entendía muy poco del mundo y soñaba entenderlo todo, ese niño que soñaba ser astronauta y en poco tiempo pasó a soñar con “no ser como”.
De casualidad me encontré con una foto en la que debía tener aproximadamente cinco o seis años y todos me veían jugar en el patio de los abuelos. En ese momento era dueño de absolutamente toda la atención de los presentes. Eso provocó que me dé cuenta de que no era solo negarme a verme de nuevo, sino que volver a ver las miradas de quienes esperaban algo de mí. La mirada de mis tíos que soñaban con un sobrino campeón de la copa Libertadores con Racing (gracioso es pensar que no llegué a jugar ni en la 3era). La de mi madre, que esperaba un abogado solemne y económicamente estable. O mi abuela que quería verme con una familia ejemplar, de esas que en los municipios pequeños homenajean en grandes fiestas.
El único que sentí que no me veía como lo que podía llegar a ser, sino simplemente como lo que era, un niño que juega a ser un superhéroe, era mi abuelo. Aquel hombre flaco, alto, que cargaba consigo unos brazos interminables que lo hacían dueño de una silueta eterna. Al abuelo todos lo conocían como “Luis” pero ese no era su nombre, era con el que lo habían argentinizado. Él en realidad se llamaba Ljubomir. Y sí, ese eterno nombre repleto de consonantes había sido resumido en simplemente “Luis”, en uno de los nombres más comunes que existe en el mundo. Pero no solo eso, todas las personas que aún lo llamaban con el que lo habían bautizado en un principio habían fallecido en su juventud, se pasó casi toda su vida con un nombre prestado. Él lo hizo propio, claramente, pero me cuesta no pensar en el peso de esas simples letras, era posiblemente el único hilo que lo ataba a esa tierra de la que venía.
Todo eso y un deseo de volverlo a ver, provocaron que abandonara a Carolina en aquella odisea de ordenar las cajas. Soy consciente que como consecuencia no debería quejarme si tiró algo que me gustaba. Me encerré en el estudio con aquel sobre y la primera foto que tomé del abuelo era de él con sus compañeros de la imprenta en su despacho. Mantenía ese aspecto impoluto que siempre lo caracterizó. El saco y la camisa sin ninguna arruga, la sonrisa siempre contagiosa. Sobre todas las cosas no era cuestión de una única foto, él era infinitamente alegre. Su casa siempre fue asociada a los festejos, a la alegría y a las reuniones multitudinarias. Pero también aquella foto me invitó a pensar en el momento que mi abuelo se jubiló. El día en el que abandonó ese escritorio donde supervisaba los libros diarios y todas las tareas del personal. Le realizaron un festejo gigante en la oficina, había miles de tortas y lágrimas avergonzadas de existir (es lo único que recuerdo). Pero el verdadero peso de la jubilación uno lo recibe un jueves cualquiera en el que por fin dimensiona cómo la rutina puede quebrar el espíritu. Y pese a que te ves ante un abanico de posibilidades que se hacen presentes solo con la simple posesión del tiempo, te encuentras enteramente abrumado.
Mi abuelo combatió la jubilación sumergiéndose en las novelas y poemas de autores latinoamericanos. Cada tanto me leía algún poema de Benedetti como:
“Cada ciudad puede ser otra
cuando el amor la transfigura
cada ciudad puede ser tantas
como amorosos la recorren
el amor pasa por los parques
casi sin verlos amándolos
entre la fiesta de los pájaros
y la homilía de los pinos
cada ciudad puede ser otra
cuando el amor pinta los muros
y de los rostros que atardecen
unos es el rostro del amor
y el amor viene y va y regresa
y la ciudad es el testigo
de sus abrazos y crepúsculos
de sus bonanzas y aguaceros
y si el amor se va y no vuelve
la ciudad carga con su otoño
ya que le quedan sólo el duelo
y las estatuas del amo”
Mario Benedetti-1995
Pero nunca me mostraba sus textos, los mantenía en secreto. Yo mediante un silencioso trabajo de espionaje había descubierto que se encerraba en la biblioteca de su casa, mientras la abuela dormía, a hundirse por horas en lo que escribía. Adicionalmente le había descubierto poemas y ensayos con fechas muy antiguas, por lo que sospecho fue una práctica muy habitual en él. Un poco para imitarlo yo tampoco muestro lo que escribo, por eso y porque me avergüenzo en varias ocasiones.
La segunda foto en la que me detuve fue una en la que se encontraba en un río de África con su pelotón. Era un abuelo que no había conocido, un abuelo sin arrugas y con un fusil en la espalda. La foto, pese a su antigüedad permite ver a la perfección su rostro, el rostro de un niño que había luchado contra “los malvados” y según él, “un joven que luchaba a favor de unos hijos de puta”. A menudo hablábamos de aquella experiencia y relataba todo en un tono fantástico. Decía, por ejemplo:
-Peleamos contra 500 ogros, 754 arbustos con espinas venenosas y 30 dragones. Duró 12hs la lucha y conseguimos la victoria, pero contamos 2.000 padres de familia caídos, 578 hijos mayores, 877 millones de sueños, 2.560 enamorados y 58.777 amigos. Para las crudas matemáticas y para la realidad esa victoria fue muy, muy cara esa victoria- decía en el tono de quien se arrepiente de sus actos.
-¿Pero cuántos ogros mataron abuelo?- preguntaba con mi mirada de niño.
-Peque, los ogros nunca mueren, mueren las personas, los ogros dan discursos- me contestaba riendo por mi inocencia.
Por mucho tiempo pensé que se trataba de una locura del viejo. Pero el 24 de marzo de 2004, mientras mirábamos cómo ordenaron bajar los cuadros de los genocidas él me dijo “los ogros, en esta tierra, ya no están en cuadros”. Nos abrazamos con los ojos vidriosos de victoria.
La última foto que tomé fue una en la que estaba con mi abuela en la cocina. Creo que ellos fueron el primer ejemplo que durante mucho tiempo se me ocurrió para hablar de amor ¿Cómo no iban a serlo? Si con una simple mirada ya se entendían. Limitaban siempre las palabras a cuestiones muy específicas, como a los breves versos de adolescente enamorado que mi abuelo extraía de sus libros o las concisas indicaciones de mi abuela: “Luis, limpiá el piso”, “Luis, armá la mesa”, “Luis, andá a la iglesia y reza por Marta para que le vaya bien en el examen”. Nunca necesito decir “Luis, ámame”.
Muchos se ríen hasta el día de hoy de estas situaciones y no negaré que lo he hecho también, pero nunca en sus ojos faltó el amor y seguramente allí existió una lengua de dos hablantes, que fue testigo de conversaciones eternas.
El día de su sepelio no pude pensar en absolutamente nada, la tristeza se había apropiado de mí y de todo lo que supo tocar Ljubomir. Hoy, de mi abuelo me quedan tantas cosas que hasta por momentos creo haber sido su único heredero ¿Estará orgulloso de mí?
A los pocos minutos Carolina entró al estudio y me vio con los ojos llorosos, no preguntó nada y me besó en la frente. Sus ojos decían mil millones de palabras de amor y yo la abracé.
Ahora ella no está en casa, por eso escribo, porque quiero ser un poco como vos abuelo.