Hace ya dos horas que estoy sentada en el balcón marfil del cuarto piso de la rue du Roule. Irasema Abayeré sigue mirando al vacío mientras pronuncia frases entrecortadas en las que descubro palabras en guaraní que no entiendo.
Sabe, no porque tuviera alguna enfermedad irreversible sino porque hace pocos días soñó su final en manos de una bella parca, que es hora de poner en orden los recuerdos, esto hará que el proceso sea mucho más fácil; que las puertas del averno estén abiertas y que no le cueste trabajo traspasarlas.
Me sentí honrada al ser considerada para escuchar sus secretos, pero sé que en este mundo nos tenemos como únicas parientes y eso quita la posibilidad de elección de parte de ella. Solo estoy yo para oír la historia de sus noventa y seis años.
Entré al departamento con un grabador, pero me dijo que no, que solo escuchara para que su vida no se pierda.
– El tiempo ya no es tiempo, dijo Jules y me enamoré por demás de él –pronunció a modo de sentencia introductoria.
Seguiré contando lo que escuché, a mi manera y disculpándome por no poder reproducir la dulzura del guaraní. Como no lo aprendí, infiero parte del relato y lo contaré con las licencias narrativas que necesitaré para expresarme.
El científico belga profirió las palabras recordadas por mi tía abuela, en un perfecto español castizo y así enamoró a Irasema irresistiblemente. No fue lo que dijo sino cómo lo dijo. Su voz sonó sentenciosa y grave en medio de la floresta.
Jules Smets había llegado a la selva paranaense en busca de pruebas botánicas que lo ayudaran a demostrar la inexactitud del tiempo tal como lo conocemos, dividido en horas, días y años. Hablaba de eras circulares y suponía que las lianas del Mato Grosso y de la región limitada por los ríos Paraná y Uruguay tendrían entre sus tejidos vasculares señales de su teoría. Asentaba su hipótesis en la simpleza de la naturaleza exuberante de la selva, explicando que los isipóes bajan a la tierra desde alturas colosales, conformando una red viva por la que circula, en todo momento, la energía y la información del universo bajo un orden autorregulado por la propia esencia de las cosas. Como retorno y explicación al tiempo circular, las enredaderas, que también son parte fundamental del ecosistema, suben hacia el infinito adornándose de brotes y flores, prueba suficiente para Smets de que todo está interconectado, nada está separado en el universo.
Irasema no entendió el significado de la proverbial frase sobre el tiempo, ya que su castellano estaba compuesto por algunas pocas palabras pronunciadas por los misioneros jesuitas que cada tanto trataban de convencerla de la necesidad de que cubra su cuerpo con ropas y de que acceda a vivir en el pueblo con ellos.
Tampoco advirtió Jules que el día en que la sensual aborigen se acercó a su moto, cambiaría por siempre su percepción de la vida y que las lianas ya no serían importantes para determinar el accionar de los minutos.
El mundo se detuvo en ese instante y la botánica, la filosofía y las ciencias todas dejaron de tener sentido. Jules abandonó su investigación, convencido de que todas las respuestas estarían junto a las piernas de esta mujer que trepaba árboles y nadaba en los arroyos a sus anchas cuando apretaban los calores; que hacía que las mariposas adornaran sus trenzas y tenía a lagartijas y coatíes como fieles seguidores de sus pasos.
La selva los protegió durante un tiempo largo. La ciencia y Europa, demandantes, reclamaron el regreso al científico. La civilización y la ilustración los separaron.
Al llegar a esta parte del relato, los ojos de Irasema se llenaron de lágrimas, un temblor suave acarició sus manos y dejó escapar un dulce canto que difícilmente pueda yo reproducir. Tendrán que confiar en mi relato y saber que la melodía sonaba a pájaros y vientos cálidos; a risas y amaneceres.
El valor que Irasema nunca tuvo antes la colmó para viajar tras el investigador. Recorrió mares, dejó atrás para siempre a la selva, caminó ciudades y desanduvo caminos. Trabajó cuidando niños, cocinando en hoteles de mala muerte, prostituyéndose y finalmente se casó y enviudó a mi tío abuelo Pierre en un rincón de Francia, donde estamos ahora, donde estoy heredando secretos, confesiones e historias.
Pocos días después de que Irasema Abayeré abandonara la selva del cerro de Santa Ana en búsqueda de Jules, éste volvía a la tierra roja ansioso por descansar junto a su amada. Deambuló caminos y picadas, los trillos se hicieron leguas y el río sintió sus lágrimas agobiadas. Ambos habían, desesperados por reencontrarse, caminado en sentido contrario.
Una noche en que las fiebres de la malaria lo inundaron, creyó ver a Irasema hamacándose en la curva de una liana. Mientras la selva espesa lo ahogaba, la mano juvenil se extendió hacia él en un gesto cariñoso. Se acercó presuroso sin percibir, en la alucinación de su debilidad extrema, a la yarará que en un beso lo acariciara.
El final de Jules y su teoría del tiempo circular lo sé por los recortes de diarios de la época que la anciana acomodó a modo de collage sobre la mesa de la sala. Ella seguirá esperando, por algunos días más, a la parca que llegará vestida de verde, con una serpiente en la mano y tierra roja en sus zapatos.