Por: Mariela Stumpfs
Un telón rojo con plantas selváticas, una mesa redonda con una jarra de agua y un vaso y dos sillas eran el sobrio decorado en el estudio de grabación.
– ¡Atentos, en tres minutos empezamos! – avisó el productor.
– No me agradan las preguntas personales, me incomodan, espero que dialoguemos más de literatura que sobre mí, por favor- pidió el invitado …
-Así será-dijo la periodista- pero sabía que eso sería imposible: su objetivo era conocer detalles nunca descifrados del hombre detrás del escritor.
Las cámaras se encendieron, las luces también. A la señal del productor y luego del saludo y presentación del invitado, la entrevista del siglo comenzó.
–Horacio Silvestre Quiroga Forteza, cuentista, dramaturgo y poeta. Comencemos por sus orígenes. Contrariamente a lo que muchos creen, usted no nació en Misiones…
-Exactamente, soy uruguayo, pero me siento hijo de la tierra colorada. Fue amor a primera vista, ambos nos adoptamos. Una madre que adopta un niño no transcurre la vida aclarando “a este niño no lo parí, lo adopté”, ni el niño dice a todos que la señora no lo cargó en su panza, simplemente actúan y viven con el mismo amor que quienes tienen lazos sanguíneos. Quizás por eso, muchos, al leer mis cuentos y ver con qué naturalidad interactúo con la selva creen que nací aquí, pero…
-Ah, interesante, y cómo fue que llegó hasta aquí, cuándo, qué le atrapó…
-Uhh, fue por 1903 y ¡con cuánta juventud! 25 años tenía cuando acompañé a mi amigo Leopoldo Lugones a las Ruinas Jesuíticas.
Mi trabajo en esa expedición era tomar fotografías. Me cautivó, sentí que había hallado al fin mi lugar en el mundo. Adquirí unas cuantas hectáreas a las orillas del río Paraná y de a poco fui construyendo la casa de mis sueños, a mi gusto y con mis manos. En el transcurso, me enamoré de Ana María Cires. Nos casamos y estrenamos la cabañita llenos de amor y de ilusiones. Pero… Usted sabe, en realidad todos saben… lo que pasó con ella…
-Sí, sí, todos sabemos rumores sobre tan triste tragedia…
-Sea clara, por favor, qué rumores, a qué se refiere…
-Y… que usted la ayudó a suicidarse y que…
-¿Usted qué cree? – repreguntó Horacio sin modificar su expresión.
-Creo que son conjeturas que surgieron en ciertos sectores de la sociedad.
-Así es. Por eso abandoné todo y me volví a Buenos Aires con mis hijos, Eglé y Darío. Hice todo lo posible por salvarla, pero la hemorragia intestinal fue irreversible.
Yo era Juez de Paz de San Ignacio, de ahí la conjetura de que se envenenó con el líquido de mis sellos. Otros dijeron que tomó el líquido que tenía en casa para revelar las fotografías, pero Ana María se llevó a la tumba qué fue lo que ingirió y los motivos que la empujaron a tomar esa decisión.
Lo único que imploró una y otra vez en ocho días de agonía fue que cuidara mucho a nuestros hijos… -Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordarla y con la voz más apagada continuó – La amaba con locura, la conocí trabajando en un colegio porteño: yo era su profesor de literatura, tenía 30 años y ella diez años menos… una de mis alumnas más jóvenes. Cuando decidimos casarnos y mudarnos a Misiones pedí licencia como docente. Amé mucho en mi vida, pero a nadie con la misma intensidad, nunca dejé de extrañarla…
-Pero superó ese dolor, porque se volvió a casar con…
-Sí, aposté nuevamente al amor. Paradójicamente me enamoré de una mujer que también se llamaba María. Fue el motor que me impulsó a volver a la tierra colorada, a empezar todo de nuevo, o mejor … a continuar lo iniciado.
-Y fue padre nuevamente…
-Sí, un día en que llovía a más no poder nació la Pitoca, hermosa como su madre…
-¿Le quedó algún sueño pendiente Horacio? ¿Algún lugar a donde ir, algo por escribir, un amor imposible quizás?-
-No… no- respondió sin dudar. Mis máximos sueños fueron dos … Uno, conocer París. Viajé a los 22 años como pasajero de primera clase.
Apenas llegué perdí el papel con la dirección de mis familiares: nunca pude dar con ellos y en épocas donde no existía celular, no había como llamarlos ni enviar un whatsapp . Eso trastocó mis planes. Sin dinero, volví como pasajero de tercera clase, casi en harapos.
No conocí a todos los artistas, pensadores e intelectuales que anhelaba y tampoco me cautivó el lugar como pensaba, así que creo que, aunque hubiera dado con mis familiares y conseguido dinero no me hubiese quedado mucho tiempo.
-Su mejor experiencia allí cuál fue…
-Haber conocido al poeta Rubén Darío, conversar con él y oírlo recitar sus poemas.
– Interesante, jamás hubiera pensado ¿Y el otro sueño?
-Mi otro sueño era ser escritor. Escribir. Escribí, escribí obsesivamente. Nunca dejé de hacerlo. En momentos duros, con la mente confundida, hice pausas necesarias, pero volvía al ruedo con más inspiración que nunca. La escritura es la única empresa de las tantas que inicié, a la que nunca renuncié ni abandoné.
-¿Cuál o cuáles de sus tantos cuentos son sus favoritos?
-Dificilísima pregunta, pero me juego por los cuentos de la Selva
-A propósito, ya que los nombró. A 100 años de la primera publicación, si los tuviera que reeditar usted, ¿serían los de la versión original o sufrirían alguna modificación?
-¡Qué desafío! Algunos sí, porque con el tiempo mi modo de pensar evolucionó.
-Es verdad… Viendo hoy alguno de los cuentos escritos hace cien años, ¿cuál sería diferente?
-A ver, déjeme pensar… hoy no juzgaría a la abeja, pobrecita, no le pondría el rótulo de “haragana”.
Trataría de averiguar qué le sucedía, quizás no lograba comprender lo que debía hacer o estaba en el puesto equivocado, tal vez tenía aptitud para alguna otra cosa que nadie supo ver…
-Con respecto a su vínculo con la selva ¿modificaría algo o repetiría los mismos actos?
-¡Otra excelente pregunta! Haría a un lado mi afición a la caza. No me enorgullece ver mi casa ahora convertida en museo de animales embalsamados, alfombras con sus pieles como trofeo. Respetaba mucho a la naturaleza … con esas exhibiciones eso no se percibe.
Fíjese que supe domesticar a un oso hormiguero, a un coatí e incluso a un ciervo. Mi mejor mascota era una víbora, tan depredador no he sido… ¡Pero bueno, con algunos me equivoqué y lo hecho, hecho está!
-¿Cuál es el objeto que más le gusta de la exposición en su casa-museo?
-¡Mi bote!
-¿Algo más?
-Difícil responder. Todo, absolutamente todo lo que ha sido mío, excepto los bichos que maté, me gusta verlo expuestos ahí: mis herramientas, la bicicleta, la máquina de escribir, son objetos de mucho valor afectivo, pero nada supera al bote. No se imagina el trabajo que me llevó hacerlo, de solo pensar me duelen los músculos nuevamente…
-Tengo una curiosidad ¿Hay algo de su biografía que le incomoda que se sepa?
-Sí, varias informaciones, algunas ciertas y otras no tanto… Las repiten una y otra vez en las escuelas, en talleres y debates. En encuentros de escritores, en las redes sociales y en páginas literarias…
-Cuáles, por ejemplo.
-Y… todo lo referido a mi aspecto físico… eso de que siempre tenía la mirada triste, que era muy flaco, que mi piel era amarillenta, que era desordenado, malhumorado, poco tolerante con mis vecinos,
¡No era tan así! Hasta de mi barba –escriben- era desprolija, olía a selva… ¡que olía a selva! ¡qué disparate! ¿a ud le parece? Ah: que siempre me cubría con una manta roja cuando me sentaba a descansar en mi hamaca… Creo que esos detalles personales están de más.
-Se sabe, gracias a los biógrafos, de sus otras actividades: que era aficionado al ciclismo, a la mecánica y a la construcción, que sabía elaborar resina de incienso, dulces, que fabricó macetas y mosaicos… hasta inventó una máquina para matar hormigas y un destilador de naranjas. Eso no le molesta que se incluya, ¿no?
-No, pero insisto, todo lo que no refiere a mis escritos no es necesario que se diga.
-De sus amoríos también se dice mucho…
-Mire, a veces aclarar oscurece y por respeto a las damas nunca salí a afirmar ni desmentir nada… le puedo asegurar que me adjudicaron muchos más romances de los que en realidad tuve o me hubiera gustado tener…
-Es verdad, nunca afirmó ni desmintió lo del romance secreto con Alfonsina Storni…
-¡Pero noooo, no, no, no- repetía una y otra vez, negando con movimientos de cabeza- nada que ver, habladurías!
Eramos amigos. Fíjese cuánta confianza nos teníamos que fue a ella una de las dos únicas personas a quienes consulté si debía quitarme la vida ingiriendo arsénico o cianuro. En serio, créame, nos unía el amor a las letras y una entrañable amistad, nada más que eso.
-Pero eso de que recorría 600 kilómetros desde Buenos Aires a Rosario en moto, en rutas de tierras terradas, en el día, con el único objetivo de conquistar el corazón de una mujer, no me lo va a negar, ¿no?
-No afirmo ni niego…- poniéndose el sombrero agregó- me va a disculpar señorita, debo irme.
-Bien, me quedan muchas inquietudes, pero lo libero. Dígame… ¿Cómo se ha sentido?
-Muy bien en cuanto a que no me sentí interrogado. Todo fluyó como una conversación… pero no cumplió mi pedido: hablamos más de mí que de literatura…
-La próxima. Le prometo que en la próxima entrevista conversaremos solo de literatura.
-No habrá otra entrevista. se acabó mi tiempo: una pregunta más y me voy…
La periodista revisó fugazmente su cuaderno al tiempo que pensaba. Le habían quedado varias, pero eligió la que consideraba la más importante.
-¿Si estuvieras vivo, volvería a quitarse la vida de la misma manera?
-Si estuviera vivo, viviría hasta que la vida dispusiera. No me quitaría la vida… definitivamente, no…
-¡Qué respuesta Horacio! ¿Qué le llevó a cambiar de idea??…
-Ya respondí la última pregunta señorita – y sirviéndose un vaso con agua se permitió bromear- No le puso nada al agua, ¿no?
-No Horacio, tome tranquilo, no le va a pasar nada.
Tomó a grandes sorbos y apoyando ruidosamente el vaso en la mesa preguntó: -¿Se puso a pensar el impacto que tendrá esta nota?
-Sí Horacio, van a decir que estoy loca, que es imposible que lo haya entrevistado porque usted está muerto…
-¿Y? ¿Acaso le preocupa? –usted es escritora, si la tratan de loca, en su defensa puede alegar que todo esto es uno de sus tantos cuentos… y encendiendo su pipa, se levantó y se fue sin saludar.