Por: Aníbal Silvero
La estación del subte estaba extrañamente imbuida de una luz tenue, como si de repente el neón hubiese perdido el 90 por ciento de su energía. Esto también daba un aire extraño a la gente. Se lo veía cabizbaja, con un aire de inquietud y reflexión que rayaba la angustia.
Yo sentía la opresión en mi pecho desde el mismo momento en que entré. Sentí de repente los pies pesados y como de plásticos, un paso tras otro parecía chupado por una estopa, como si el mismísimo demonio desde el centro de la tierra intentase arrastrarme hacia él como un imán.
La sensación se volvió demasiado extraña. Los rostros se confundían casi, uno tras otro, como un cuadro imaginario, a tal punto que la estación subterránea parecía una ciudad de autómatas.
Observé las caras de la gente con mucha atención: estaban amarronados, como sus gestos, pero en una imposible y secreta comunicación, como si todos esos tristes cerebros estuviesen controlados por uno solo.
Pero por más que miraba, no lograba percibir cuál de ellos era el regente de semejante mecánica psicológica.
Algo me decía además que debía imitar sus gestos como si de una cuestión de supervivencia se tratase. Sentí miedo a ser diferente a ellos, temí cualquier reacción que pudiesen tener ante mi curiosa mirada. No obstante, la estación de subte parecía ser normal.
Las vías se perdían en ambos lados en la más densa obscuridad. Anhelé inmensamente que el tren llegase pronto, pues quería salir cuanto antes de esa alocada alucinación.
Cuando reaccioné, mi sorpresa fue aún mayor: las gentes habían desaparecido. Me encontraba solo, en aquel andén siniestro, con una luz aún más opaca que antes, a tal punto que mis manos parecían por momentos borrosas y difusas. Incliné un poco el cuerpo, y miré hacia el lado izquierdo del andén.
Entonces fue que sucedió. Empezó con un zumbido, semejante a un abejorro atrapado en un vaso vacío. Luego el andén comenzó a inclinarse lentamente, en dirección a las vías.
Comencé a correr desesperadamente hacia arriba, mientras el piso se desnivelaba en forma constante y paulatina, parecía como si la infernal estación quisiera tragarme por completo. Fue cuando me di cuenta la forma en que sonaba el teléfono, a unos 20 metros de donde yo estaba.
Es claro que no tuve alternativa. De alguna forma, sabía que aquel teléfono era la única cosa que podía atarme a la vida y corrí desaforadamente a alcanzarlo. Fue una corrida difícil, el andén se inclinaba ostensiblemente y apenas podía yo sostenerme en pie sin resbalarme. Lo peor es que no tenía de dónde agarrarme de modo que por cada paso hacia delante parecía ir dos hacia abajo.
Pero continué con todas mis fuerzas hasta alcanzar el teléfono. No sé cuánto tiempo estuve corriendo allí pero lo alcancé. Y cuando lo tuve entre mis manos, casi todo pareció volver a la normalidad. Digo casi todo, porque aunque el andén se había vuelto otra vez horizontal, la luz tenue continuaba, seguía dando la misma espectral visión de lo que pasó.
Más aún, el trance se hizo cada vez más profundo. Me vi acercándome peligrosamente al andén, y fue cuando vi toda mi existencia en menos de un minuto: mi vida, mi entera vida pasó frente a mis ojos en una procesión traumática y fugaz.
Fue cuando sentí como caía en las vías y luego, como un shock, como una explosión repentina, como una catapulta mortal, el peso del tren arrastrándome hacia mi propio vacío. Hacia la nada misma que algunos llaman muerte.