“Siempre digo que no es que me fui a dormir una noche y desperté en Nueva Zelanda, sino que detrás existe una larga historia”, manifestó Marcelo Doberstein Mazahnke (46), misionero nacido en Wanda, al referirse a los motivos y a las circunstancias que hace diez años lo llevaron a residir tan lejos de su familia y de la tierra colorada.
Su primera aventura la vivió a los 18 años cuando se propuso mudarse a la Capital Federal porque “quería abrir la cabeza y vivir otras experiencias”. Sin conocidos en la gran urbe, comenzó su solitaria travesía y enseguida se abrió camino. Trabajó como repositor y como cajero en Supermercados Casa Tía y en otros lugares, incluso en una entidad bancaria, pero, admitió, que sentía la necesidad de hacer otra cosa.
Fue así que, al renunciar a su puesto, se presentó la ocasión de viajar a Perú, donde se ocupó de confeccionar inventarios de supermercados. Durante el viaje conoció a un joven que había estado en Nueva Zelanda y le habló sobre las posibilidades de sacar una working holiday, de un año de duración.
Con esa visa temporal de trabajo y vacaciones se podía buscar empleo en la cosecha de kiwi, cerezas y, de paso, recorrer el país. De regreso a Buenos Aires, se puso a averiguar y descubrió que la propuesta abarcaba a personas de hasta 35 años. “Y yo ya los había cumplido”, dijo.
Finalmente supo que Nueva Zelanda otorgaba a determinados países cupos limitados de esta visa y que Argentina recibía mil por año. “Ellos ponen un día y una hora por lo que había que ingresar a la página y completar con celeridad los datos que solicitaban porque ingresa muchísima gente y es fácil quedar afuera. En mi caso era la única oportunidad porque al año siguiente ya tendría 36”.
Fue así que permaneció delante de la computadora y cuando habilitaron la página “me puse a aplicar. Empecé a las 19 y terminé alrededor de las 22 porque se colgaba a cada rato, pero tuve paciencia y todas las ganas. Estaba muy entusiasmado. Empecé a avanzar en los formularios y de repente me salió el OK. ¡No lo podía creer! ¡Estaba muy feliz! Justo estaban mis padres -Roberto y Elena- que me habían ido a visitar, y fue un verdadero festejo”, recordó. Había algunos documentos y una radiografía de tórax, que solicitaban para saber si el viajero tuvo tuberculosis, que Marcelo debió enviar por correo. Pero le daban un año para emprender el viaje y había que establecer la fecha.
Transcurría el 2014. Puso fecha al pasaje y abordó el avión en Buenos Aires. Tras hacer escala en Río de Janeiro, Dubai y Australia, llegó a Auckland, Nueva Zelanda. Seguía sin poder creer.
Trabajo duro
Mientras acomodaba sus ideas y sus emociones, se quedó en un hostel. “Maravillado con el país, que es muy caro, durante el primer mes me gasté los ahorros que había traído, porque quería ir a todos lados. Cuando me di cuenta, me quedaban cien dólares, por lo que viajé a Tauranga, ubicada en la Isla Norte, en la época de los kiwis, y empecé cosechando la fruta en temporada. Me hice amigo de unos compatriotas de General Rodríguez, Buenos Aires, con quienes compartimos unas semanas. Y nos quedamos nuevamente sin dinero”, expresó.
Empezaron a investigar en las páginas, que indicaban que se venía la temporada de viñedos en Blenheim, en la Isla Sur, y “crucé de una isla a la otra en ferry. Fue hermoso, me pasó que de entrada me gustó muchísimo el nuevo escenario”.
Experimentó trabajar en los viñedos y llegó a la conclusión que “son todos trabajos muy duros, nada es fácil y simple. Me levantaba a las 5, porque a las 6 ya había que estar cumpliendo con la tarea. En junio, julio, agosto, hizo muchísimo frío porque, como en Argentina, acá también es invierno. Me quejaba, obviamente, porque no era lo que esperaba, porque pensaba que todo iba a ser más fácil, más simple. Muchísimas veces me planté para preguntarme ¿qué hago acá? y decía: me vuelvo, porque realmente era duro el trabajo. Seguí hasta septiembre y como terminaba la temporada, fui a trabajar a una fábrica de mejillones. Estuve un mes y medio y sabía que para diciembre y enero empezaba la temporada de las cerezas bien al Sur de la Isla Sur. Levanté mis cosas y me fui a Alexandra, a unos 600 kilómetros. Fue un trabajo duro, en Navidad y Año Nuevo, sin fines de semana, porque hay un tiempo para sacar los frutos. Alquilamos una casa con piscina con unos latinos que nos habíamos hecho amigos. Había que empezar bien temprano porque hacía mucho calor en ese lugar y las cerezas se cosechan desde las 5 y hasta las 13, porque por las altas temperaturas se ablandan, se rompen y ya no sirven”, describió.
Finalizada la temporada de cerezas, a fines de enero, el grupo se instaló en Christchurch, que es el lugar donde Marcelo reside en estos momentos. Volvió a la búsqueda laboral, pero era consciente que ya en una ciudad, lo que más se destaca es el empleo en fábricas. “Empezamos a enviar currículum, solicitudes y a visitar agencias de trabajo. Me consiguieron uno en una logística muy grande, como un mayorista, para armar los pedidos para los supermercados. Me mandaban audios en inglés, que es mucho más cerrado y acelerado que el que aprendemos en la academia, pero cuando uno tiene ganas de algo se las arregla, y yo soy así. Pero necesitaba que una empresa me diera una visa de trabajo porque no me quería ir. Hay ciertos empleadores que pueden otorgarla, pero primero tienen que demostrar que ningún ciudadano de su país se presentó a cubrir la vacante, y que ellos necesitan mano de obra”, señaló para quien viajar es el objetivo primordial. “Es lo que más me interesa. Estando acá conocí Australia y las islas Cook”.
“Cuando me vaya de aquí, pretendo que las personas que quiero me recuerden como un gran aventurero que siempre se jugó por todo lo que quería, y se sigue jugando, porque para mí ese es el sentido de la vida. Creo que muchos no se animan por quedarse en la zona de confort, se quejan y el miedo no le deja avanzar. Soy un tipo muy miedoso, pero lo único que tengo es una chispa adentro, que va por delante. Eso es lo que me trajo acá”.
La empresa Hellers, dedicada a la fabricación de embutidos en general, era una buena opción. Marcelo envió su currículum y al día siguiente lo llamaron. Ingresó en febrero de 2015 y permaneció durante seis años porque “me seguían renovando la visa. Como era de afuera, tenía que demostrar más que los locales, pero siempre anteponía mis ganas de quedarme”, alegó, quien vive en una casa junto a doce personas, ya que es una modalidad que se estila por el alto costo de los alquileres. En la vivienda hay gente de la India, de Filipinas, de Bangladesh, de África, de Nueva Zelanda, con quienes “te juntas y compartís, hablas de cosas distintas, de cómo es su país y de cómo se vive en él. Me parece maravilloso”.
La decisión más difícil
Marcelo continuaba en la fábrica y estaba ahorrando porque quería seguir estudiando y, más adelante, lograr la residencia, “que es lo más complicado, pero de ese modo sos libre de elegir el trabajo que quieras, sin depender de nadie”.
La llegada de la pandemia lo benefició por un lado “porque no tenían mano de obra, no ingresaba gente de afuera y el país estuvo cerrado casi dos años. Si bien se habían vencido las visas, el Gobierno comenzó a extenderlas”. En 2021 su padre enfermó en Wanda, a casi diez mil kilómetros de distancia y debió tomar “la decisión más difícil de mi vida”. Habló mucho con su hermana, Mónica; con su mamá, Elena, y con el propio Roberto, “que sabía del esfuerzo que estaba haciendo para poder quedarme”.
Analizaba que “si me iba en pandemia no podría volver porque no era residente. Pero, si no volvía, no lo vería nunca más. También pensaba que, si volvía con 43 años, iba a quedar sin papá, sin trabajo, sin futuro, sin nada. Y mi objetivo era quedarme acá”. Finalmente, Roberto falleció en marzo de 2021. Afortunadamente -junto a Elena- pudo visitar a su hijo en dos ocasiones, una en verano y otra en invierno, “lo que fue para mí como un gran incentivo”.
“Ir a Europa con la ciudadanía es otra cosa, acá empezás de cero. Me hizo acordar mucho a mis abuelos que fueron a la Argentina desde Polonia y Alemania, aunque no se puede comparar porque estaban en otras condiciones, fue antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero la peleo mucho para quedarme acá”.
El misionero contó que había conocido “a un flaco que trabajaba conmigo que me dijo que sabía de otra fábrica que estaba dando la visa y que iba a conseguirla. Así lo hizo, y me volví a quedar. Todos estos años estuve como zafando de alguna manera”. De repente, salió un anuncio que a todas las personas que permanecían en Nueva Zelanda desde hace más de cinco años, tenían trabajo y que nunca habían salido del país, el Gobierno le iba a entregar la residencia.
“Para mí fue un regalo de mi papá desde el cielo. Fue una cosa muy loca porque suelen hacerlo, pero de manera más espaciada. En junio, puedo aplicar a la residencia permanente sin restricciones. Y con tres años más puedo aplicar la ciudadanía”, celebró, quien espera con ansias volver de vacaciones a Wanda “para estar con mi familia, a la que extraño muchísimo”.
Momentos felices
Durante la comunicación con Ko’ape, aseguró que los momentos más felices de su estadía en este país “fueron cuando vinieron mis viejos. La primera vez lo hicieron solos, en invierno, con muchas nevadas en la Isla Sur. Me tomé vacaciones, recorrimos muchísimo y la pasamos muy bien durante ese mes”. La segunda vez llegaron en verano, para festejar el Año Nuevo y el cumpleaños de Roberto. Lo hicieron junto a un primo de Marcelo. “Recorrimos de la Isla Sur a la Norte, en auto. Fueron kilómetros y kilómetros de paisajes (playas, glaciares, montañas, cascadas) que a ellos les encantó”, rememoró.
Enfatizó que más allá de extrañar a la familia y a los amigos, pasa algo similar con la comida, aunque con la globalización, “hay cosas que se consiguen, como el almidón o la mandioca frizada que viene de Vietnam. Lo único que nunca pude conseguir es una parrillada. Me encanta cocinar, en Argentina hice un curso e iba a estudiar para chef. Y me encanta patinar, me pongo los rollers y salgo para todos lados, casi igual que mi hermana Mónica, que es profesional”.
Los mejores amigos de Marcelo, Jesica y Matías, que son como su familia, viven a unos 300 kilómetros, en Lake Tekapo. Él reside en Christchurch, que es la ciudad más grande de la Isla Sur, y la segunda más grande de Nueva Zelanda. En el 2011 sufrió un terremoto por lo que “cuando llegué parecía fantasma, era depresivo. El epicentro fue en el centro, y se destruyó todo, incluso la catedral que es muy antigua se sigue reconstruyendo y que reabrirá en breve. Desde 2017 la ciudad se volvió totalmente distinta, la reformaron, la hicieron a nuevo. Está hermosa, me encanta, hay edificios muy antiguos. Dicen que es lo más parecido a Londres por las construcciones antiguas, las casas. Había muchísimo trabajo en construcción, para lo que daban visa, residencia, para el que quería venir”.
Seguridad y oportunidades
Para el protagonista de esta historia, este país de Oceanía es seguro y brinda oportunidades, pero siempre cuida a los suyos. “Cuando ven que está entrando mucha gente y que se complica que los nativos consigan trabajo, Migraciones cierra el grifo. Es un país chico, con más de cinco millones de habitantes al que ingresan muchos migrantes, de China, de Japón, India, Filipinas, es decir, mucha influencia asiática en la Isla Norte. Y en la Isla Sur, descendientes de ingleses”.
A su entender, es un país que creció “muy de golpe y, de repente, se encuentra con falta de infraestructura, de viviendas. Hay un lugar que se llama Kingston que está bien al Sur, que es muy Bariloche. Abunda la hotelería, pero no tienen para albergar a quienes van a trabajar en la zona”.
Hay mucho campo, hay tambos en la Isla Sur. Tienen muchos parques nacionales, cuidan mucho el medio ambiente y se preocupan mucho por eso. “Vas al parque Abel Tasman, haces unos kilómetros y es como que estás en la Patagonia, te vas al Norte y estás en el Brasil, porque hay una diversidad de climas y de paisajes. En la Isla del Sur hay muchos campos, muchos tambos y dicen que tiene más ovejas que población. Existen muchas fábricas, buenos vinos y exportación de frutas y aceites (canola, girasol, maíz)”, enumeró.
En Nueva Zelanda se vive adelantado respecto a Argentina. “En verano se adelanta una hora por lo que son 16 horas de diferencia, se puede decir que cuando vamos a dormir, ustedes se levantan. Acá la cena se sirve alrededor de las 18, es curioso, pero con el tiempo me fui acostumbrando”.
Confió que en Buenos Aires trabajó en oficinas, en comercios, en el banco, y acá empezó a hacer otra cosa totalmente distinta. Cuando en Argentina algo no funcionaba como Marcelo quería, era usual que pensara: “y si largo todo y me voy a vivir a una isla. Y terminé en una isla. Acá me gustan los trabajos que hago, estás en movimiento y no te pagan mal”. El último empleo fue en una fábrica de lanas. Pero “mi aventura sigue, seguiré investigando, curioseando, a ver qué puedo hacer, pero en noviembre volveré a la Argentina estrenando la residencia”.
Después de diez años de una vida intensa, Marcelo tiene en claro que “cuando uno quiere algo, y está decidido, debe luchar y puede lograrlo. Eso me pasó. No implica que me voy a detener, relajar, porque sigo siendo curioso, investigador, y no sé cuál será mi próximo destino. Fueron diez años de mucha lucha, como una carrera universitaria que empezás y no terminás nunca de recibirte y te ponen palos en la rueda todo el tiempo. Eso me pasó. Si hubiese tenido 20 y pico, hubiese largado todo y vuelto a la Argentina. Pero elijo seguir mi vida de aventurero”.