“Llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”. Estas fueron las últimas palabras que los argentinos escucharon decir en público a Juan Domingo Perón, cuando se despidió de una rugiente multitud que lo ovacionó esa fría tarde del 12 de junio de 1974.
También fue la última vez que lo vieron con vida.
Y lo que nunca olvidarán es su saludo, con ese grueso abrigo cuadrillé gris, príncipe de Gales, inmortalizado en las imágenes póstumas, el mismo que el 18 de marzo de 2004 fue rematado en Roma, en la modesta suma equivalente a 6.000 dólares.
Esa mañana había dirigido por radio y televisión un mensaje a todo el país expresando su amargura por sus fallidos esfuerzos para unificar al pueblo de la Nación y poner fin a los sangrientos enfrentamientos entre las facciones peronistas de derecha e izquierda.
La CGT “oficial” había reaccionado rápidamente declarando una huelga general con una urgente convocatoria para después del mediodía frente a la Casa de Gobierno, a fin de expresarle su respaldo.
Hacía menos de dos semanas, el primero de mayo, que al grito de “estúpidos, imberbes y mercenarios”, el anciano líder había roto con los Montoneros y el resto del peronismo de izquierda, expulsándolos de la Plaza de Mayo.
Había sido un trago amargo. Sus muchachos, las “formaciones especiales”, la “juventud maravillosa”, las mismas que había alentado en el camino del horror y la violencia en su tranquilo exilio de Madrid, ahora reclamaban su parte en el Gobierno que le habían ayudado a reconquistar.
Después de esa mala tarde que empañó los festejos del Día del Trabajo, Perón sólo abandonaría la residencia de Olivos en dos ocasiones: una, el 7 y 8 de junio, en un viaje a Paraguay y la otra, cuatro días más tarde, el 12 de junio, respondiendo a la convocatoria cegetista. Esas dos salidas habían sido expresamente desaprobadas por sus médicos.
El esfuerzo que le insumió el discurso del 12 de junio y el frío reinante, pese al abrigo cuadrillé, resultaron fatales. De regreso en Olivos, hizo crisis una neumonía y ya nunca se pudo recuperar. El primero de julio, falleció.
Han pasado 50 años y esa escena levantando las manos, con el abrigo cuadrillé, se convirtió en todo un símbolo de la tercera administración peronista, compitiendo en difusión y popularidad con aquella que lo mostraba en sus primeros años de poder, en la década de 1950, montando su legendario caballo “Pinto”.
El día en que Perón se despidió con su discurso, había unas 50.000 personas en la Plaza de Mayo. El tradicional paseo sólo volvería a llenarse espontáneamente en pocas ocasiones más con el curso de los años: en abril de 1982, tras el desembarco argentino en las islas Malvinas; el 10 de diciembre de 1983, con la llegada de Raúl Alfonsín instaurando la nueva democracia argentina; el domingo de Pascuas, en la caldeada Semana Santa “carapintada” de abril de 1987 (cuando Alfonsín dijo que la casa estaba “en orden”) y el 8 de julio de 1989, ocasión en que Carlos Menem llegó al poder.
Desde entonces, quienes fueron a la Plaza respondieron a convocatorias predeterminadas y, en los últimos años, a aparatos de movilización previo pago correspondiente de un viático y el traslado desde y hacia sus lugares de residencia. Pero esa es otra historia.
(Fragmentos del artículo publicado por PRIMERA EDICIÓN el 19 de marzo de 2004)