Según cuenta la hagiografía católica, Santo Tomás Apóstol era un judío oriundo probablemente de Galilea y de clase relativamente baja (pescador de oficio) que recibió la bendición de seguir a Cristo, quien lo hizo apóstol en el año 31.
Se lo conoce a Santo Tomás por su incredulidad antes y después de la muerte de Jesús, primero al contradecir sus palabras durante la Última Cena y segundo cuando se apareció a los discípulos para convencerlos de que había resucitado realmente.
Tomás, que estaba ausente, se negó a creer en la Resurrección de Jesús: “Si no veo en sus manos la huella de los clavos y pongo el dedo en los agujeros de los clavos y si no meto la mano en su costado, no creeré”.
Ocho días más tarde, cuando Jesús se encontraba con los discípulos, se dirigió a Tomás y le dijo: “Pon aquí tu dedo y mira mis manos: dame tu mano y ponla en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás cayó de rodillas y exclamó: “Señor mío y Dios mío!” Jesús replicó: “Has creído, Tomás, porque me has visto. Bienaventurados quienes han creído sin haber visto.”
El Martirologio Romano, que combina varias leyendas, afirma que Santo Tomás predicó el Evangelio a los partos, medos, persas e hircanios, y que después pasó a la India y fue martirizado en Calamina el 3 de julio del año 72. Sus reliquias fueron trasladadas a Edesa.