Por: Celeste Viollaz (*)
El hombrecito seguía el monótono sentido de la flecha que le hacía cuesta arriba poner los puntos sobre las íes.
Sucesión abúlica y rutinaria de los días. Hasta ese asombroso instante en que distraído pateó un sombrero negro y puntiagudo con una resplandeciente hebilla, que girando por los aires dibujó formas inverosímiles.
A su derecha, en el parque silencioso, una única hamaca lanzaba un gemido lastimero a óxido y cadenas, que puso en pausa el silencio nocturno. La luna creciente bebía del charco formado de tantas caricias de suelas y pies descalzos. Una ráfaga helada recorrió senderos y arbustos, seguida de una llovizna pegajosa.
Del otro lado de la calle, una silueta perfilada lo observaba todo. El tiempo detenido. Un destello fugaz y un parpadeo. La luna menguando su luz rompió al sol en mil fragmentos.
El paño negro y angular escupió conejos, mariposas, pañuelos interminables, palomas y monedas en desuso. Interrogantes enormes en los agigantados ojos del hombrecito. Y una única lágrima deslizándose por la solapa del sobretodo.
Aquella mujer solo era bruma expandiéndose en el aire y llenando sus pulmones de recuerdos.
En una cuña de su mente resguardada del dolor, puso punto final al pasado y miró al estrafalario sombrero con determinación.
El insignificante hombrecito lo tomó en sus manos y se lo colocó decidido en su soberbia testa. Caminó cuadras y cuadras de la ciudad desierta sin mirarse en las vidrieras ni el los charcos, sin sentir la llovizna ni pensar en los amargados rostros del vecindario.
Antes de terminar su cuadrado recorrido de regreso, paró en seco y respiró profundo. Con ridículo sombrero de bruja, el hombrecito miró la luna creciendo otra vez en ese cielo planchado que nunca había visto.
Levantó sus brazos en arco, secó sus lágrimas, acomodó sus mostachos puntiagudos, miró sus zapatos empapados y tomó una crucial decisión. Nunca más, se dijo, seguiré las líneas y las flechas, respetaré las formas cuadradas ni los carteles indicadores. Seré libre como un globo suelto en el aire. Nunca más, se repitió para sí con determinación.
Con una sonrisa amplia bajó la cuesta de la vida, borró los puntos de las íes, sintió la caricia del viento frío, se empapó de lágrimas, acomodó su gentil sombrero y cuidó sus formas imperfectas de ser feliz. Así, con lunas en fases, sin puntos ni finales.