Ramón Domingo López (68) asegura que siempre fue inquieto y que su curiosidad por aprender lo llevó a desempeñarse en diversos ámbitos tanto en Misiones como en provincias vecinas, casi impensados para un niño nacido en Panambí, en un hogar con muchas exigencias, y siendo el mayor de ocho hermanos.
Asistió a la escuela a la 322, del kilómetro 13 y concurrió al Polivalente 6, del Kilómetro 8, que quedaba a unos ocho kilómetros de la casa paterna. “En ocasiones se nos hacía bastante difícil porque no todas las veces se disponía de recursos para viajar en colectivo, entonces se optaba por ir a caballo, para tratar de no faltar a clases. Había muchas exigencias porque papá siempre nos inculcó la puntualidad, el esmero y no hacía falta hablar demasiado porque todos entendían cómo se procedía”, manifestó el protagonista de esta historia, que tuvo diversas experiencias laborales, a las que cataloga de “aprendizajes”.
Cuando terminó el quinto año empezaba una nueva etapa y dentro de sus ilusiones estaba poder seguir una carrera universitaria. “Y había que inventar algo”, dijo. La primera decisión fue viajar a Resistencia, Chaco, donde algunos compañeros fueron a probar suerte con los estudios. Era una época muy difícil, en pleno proceso, difícil para buscar trabajo, “pero tuve la dicha que vivía a unos 30 metros de una obra importante que empezaba a tomar forma”. Era la construcción de la casa central del Banco Provincia de Chaco.
Unos años antes de jubilarse, caminando por las calles de Encarnación, le llamó la atención una casa donde se exponían instrumentos musicales antiguos. “Comenté que quería un violín. Me mostraron y lo compré. La vida me dio la oportunidad para que el instrumento me espere hasta este momento. Fueron mis profesores, Diego Salazar Henning y Oscar Ortellado Sarabia. Fue algo que me dio mucha satisfacción, fue algo muy especial que me hizo sentir muy bien”.
Contó que apenas llegó, y “para no andar buscando tan lejos, me presenté en la obra donde me atendió un señor muy amable. Le comenté que quería estudiar, pero que antes de eso era indispensable el trabajo porque había que pagar alquiler, comer, vestirse, pagar servicios. Estudiar, era si se daba, pero resulta que el trabajo absorbía mucho tiempo. Me preguntó si estaba en condiciones de empezar, le contesté que si, que estaba disponible a partir de ese momento”. Arrancó como encargado de depósito, como el “pibe” de los mandados, chofer, campanero, tarjetero y lo referente al control. “En aquella época no se aplicaba la huella digital, sino que se tomaba lista y al toque de la campana, cada uno marchaba para su trabajo”, contó.
Ramón es el mayor de los hermanos: Miriam, Marta, Eva, Luis, Abel, Melquíades y Elvio. Su padre, Damián López era seminarista y se preparaba para una misión en el Congo cuando, en un barco, conoció a Leonor Abadie, quien luego sería su esposa. Para mantener a la familia, se desempeñó en distintas actividades, incluso fue obrajero de hacha en la costa del río Uruguay, donde se establecieron.
En ese ínterin había decidido estudiar abogacía, que era su intención inicial. En la empresa constructora pidió tomarse medio día para poder hacer el cursillo de ingreso a la UNNE. Eran 600 inscriptos a la carrera, pero había cupo para 400. Como el capataz lo necesitaba durante todo el día, “le sugerí tomarme un tiempo para realizar el cursillo y regresar al finalizarlo. Me dijo que sí. El cursillo duró 45 días, rendí, salí bien, pero no pude cursar por falta de dinero. Se tornaba difícil el tema”, lamentó.
Regresó a la empresa, pero duró poco tiempo “porque en mí había una búsqueda permanente. Un día hubo cambio de jefe y decidí correrme porque necesitaba acomodar a su gente. Fue una experiencia muy linda, fue más aprendizaje que trabajo”, aseguró.
Otros rumbos
Cumplida esta etapa, acudió a su amigo, Jorge Maidana, que trabajaba como linotipista en el Diario Norte, y le preguntó si en el periódico “había un trabajo para mí. Me confirmó al día siguiente y me dijo que me presentara ante el señor Obregón porque había un puesto para personal de limpieza y cadete”.
Empezó y, a la semana, Obregón le comunicó que “ya no vas a estar conmigo. Te van a mandar de telefonista. Había una central donde se recibían todas las llamadas y se distribuía a las distintas áreas. Cuando alguien necesitaba una comunicación del diario hacia afuera, la comunicación tenía que pasar por esa central. Fue otra linda experiencia” que duró cerca de dos meses y donde conoció a los integrantes de redacción, avisos, fotomecánica, corrección administración, taller.
Un día, al ingresar al edificio, se encontró con Adolfina Mondin, jefa de recepción de aviso y diagramación, “seria, de poca sonrisa, pero muy buena persona, que me dijo que a partir del lunes iba a trabajar con ella. En menos de tres meses tuve como tres ascensos. Era la época de las máquinas de escribir Remington. Me costaba creer, pero siempre me sentía dispuesto”.
Había cosas de las que López no estaba convencido, por lo que después de la vivencia en el diario, “tuve que hacerme un replanteo en serio. Entre trabajar allá o trabajar acá, prefería la segunda opción, porque tenía a mis familiares cerca. El día menos pensado tengo que dejar todo esto. Y así lo hice”, acotó.
Otro de sus anhelos era ser colectivero, pero su pretensión era trabajar en Expreso Singer. En 1975 había trabajado en una empresa que cumplía el recorrido entre Panambí y Oberá, y fue donde “me enamoré” del transporte de pasajeros.
El sueño del “pibe”
Cuando regreso de Chaco, lo primero que hizo fue buscar trabajo. Manejó un camión de una empresa que asfaltaba la ruta 5, que comunica a Oberá con Panambí y, en ese ínterin, movía los “hilos” para ingresar a Singer. Después de mucho insistir, “la persona que me atendió me dijo que había llegado en un buen momento y sin protocolos, empecé mi nueva tarea, primero como guarda y, luego, como chofer. Arranqué el 3 de octubre de 1980 y permanecí hasta el 30 de junio de 2011. Después de casi 31 años de trabajo me jubilé en Expreso Singer”, celebró.
Expresó que el personal nuevo trabajaba en la provincia porque había muchos servicios. Empezó con el de Posadas a Oberá: por Cerro Azul, por Villa Venecia, por San Martín, por Bonpland. Con el tiempo, “en las temporadas altas había tanta demanda que todos los conductores se concentraban en Posadas y quedaban afectados al servicio de Buenos Aires a: Puerto Iguazú, Curuzú Cuatiá, Oberá, y viceversa. Una vez que nos asignaban larga distancia hacíamos viajes a Córdoba, Rosario, La Plata, Buenos Aires, Resistencia, y terminé en 2011 en el servicio cama total, donde estuve alrededor de trece años”.
Confió que, tras ingresar a la empresa de colectivos, la búsqueda seguía. “Tenía trabajo, andaba bien, pero en 1981 ocurrió algo muy importante: Nos encontramos con Estela Gladys Koszynski -una apostoleña que es profesora de geografía, amante de las plantas, de la cocina y la repostería-y en 1984, nos casamos. Empezamos a trabajar juntos a la par porque ella no le afloja ni se achica ante nada. Es muy trabajadora e inteligente”. De la unión nació Violeta -mamá de su nieta Umma-, que es profesora de geografía y estudiante de peluquería, y Dante y Enzo, que con contadores públicos.
Una decisión feliz
Para López, estar jubilado “es hermoso, muy lindo” pero al tomar conciencia de la realidad, “no me sentía bien. Para aprovechar la última parte de la obra social, le dije a Estela, mi esposa, que iba a concurrir a un psicólogo. Después de charlar con el profesional y de que éste tomara nota por mucho tiempo, me dijo: ¿qué va a hacer después de esto?, porque veo que es bastante activo. Le conté que tenía pendiente estudiar música, pero que un jubilado tiene que hacerlo a un costo irrisorio o de manera gratuita. Me dijo, ¿por qué no va al Centro de Conocimiento? No sabía que ahí se dictaban clases de música. Es que mientras viajábamos en colectivo, andábamos como esos caballos con anteojera y no sabía de cosas que existían o que pasaban a nuestro lado”.
Con el dato, concurrió al Centro del Conocimiento donde un empleado le facilitó el número de teléfono para comunicarse durante el periodo 2012. “Llamé en la fecha indicada y me empezó a hablar de los chicos, entonces le digo: no soy tan chico, me jubilé el año pasado. Si tenés el instrumento, vení a inscribirte. Finalmente supe que estaba hablando con Sebastián Arostegui, que era docente de mis hijos: Violeta, Dante y Enzo, en el Colegio Roque González”, agregó entre risas.
Muestra los diversos certificados y no se cansa de repetir que fue “sumamente maravillosa” esta experiencia que se extendió por cuatro años. “De música sabía que el pentagrama tenía cinco líneas y cuatro espacios. Empezamos como el chiquito que va a la escuela y la maestra le empieza a enseñar cómo tiene que tomar el lápiz. Arrancamos con un hermoso grupo donde era el abuelo –después supe que había otro más, Don Carlos Staciuk, que estaba más avanzado-, con profesores jóvenes (de práctica de instrumento y de teoría, ritmo, melodía), integrantes de la Orquesta Estable. Pero llegó un momento en que me pregunté: ¿en qué me metí? Un día llamé al profesor y le dije: Dieguito, decime la pura verdad. Lo mío acá ¿no es una pérdida de tiempo?. Me respondió: Ramón, estás en la mismísima situación que todos, acá nadie es más ni menos que nadie. Acá hay que poner el lomo, practicar y estudiar. Si cumplís con todo eso, vas a estar subiendo cada día un escalón, pero acá nadie espera nadie: hay que ser puntual, hay que practicar, hay que estudiar. Había mucha disciplina”.
Cuando estaba en tercer año llegaron las vacaciones de julio y el profesor dio “vía libre” a quienes querían tomarse un descanso, pero aclaró que había una propuesta de ampliar los conocimientos en el Departamento de Música de la UNaM, por calle San Luis y Sarmiento, con un ritmo intensivo, de 8 a 16. “Muchos se fueron a descansar, pero otro grupo decidió seguir, al que me prendí. Tuvimos conciertos desde el primer año cuando yo jamás subí a un escenario ni para pasar un trapo al piso. Estuvimos actuando en la Escuela Superior de Música, en la Escuela Estados Unidos del Brasil, fue algo maravilloso”.
Sostuvo que estaba siempre dispuesto, primero por la curiosidad y luego, por aprender. “Así hice muchos cursos: de plomería y gas, de refrigeración, de peluquería para damas y caballeros y de RCP. La curiosidad me llevó a eso y lo hice”.
Otras “changuitas”
Dentro de esa búsqueda, el jefe de limpieza y encargado de los cadetes consultó a López si sabía manejar y que tenía una changuita que solía hacer, “pero necesitamos que alguien más se sume, aunque no sé si te va a gustar”. Implicaba colaborar con una funeraria durante el cortejo fúnebre, que requería chofer para el porta coronas, porta féretro y acompañantes. “Como había distintos turnos, varios empleados del diario accedían a realizar la tarea, cobraban por ella y regresaban. La empresa nos proveía de traje, camisa y corbata. Así que por un tiempito hice de funebrero. Cuando tenía franco hacia la guardia atendiendo el teléfono y demás tareas, que significaba llevar y retirar al difunto y a la capilla ardiente de las casas de familia”, manifestó.