Por: Ariel Kusiak
Nos unía el deseo de realizar una hazaña épica que inmortalizara nuestros nombres. Ambición alimentada por el temor a que los años y la rutina marchitaran nuestro espíritu, robando para siempre el brillo de nuestros ojos.
El aire indómito del Paraná nos desafiaba. Solíamos fantasear con cruzarlo a nado y unir las costas de Argentina y Paraguay, subir remando hasta Iguazú o llegar, por qué no, al Río de la Plata, pero las limitaciones económicas y reglamentarias postergaban indefinidamente nuestros propósitos.
El tiempo y las obligaciones nos separaron y años después, supimos reconocer, casi por casualidad, la noche que marcó irremediablemente nuestros destinos:
Comenzaba a oscurecer cuando oímos el silbato y el rugir de un motor. Al mirar sobre nuestros hombros, no observamos ninguna embarcación, pero los tres hombres estaban allí, en la orilla. Uno de ellos, de serio semblante, nos saludó con un leve movimiento de cabeza, mientras otro, tras una carcajada, gritó: “¡Se está yendo el ferry!”.
A nuestro costado se encontraban dos embarcaciones, una de ellas a punto de irse a pique. Por las piezas de cobre y bronce en su interior, los saqueos de los chatarreros eran habituales. El golpeteo de las olas hacía insoportable pescar allí, entre el chirriar de los hierros retorcidos, apretujados por los cables de acero. Esa tarde, solo había silencio.
Cuando uno de los hombres se dispuso a encender una fogata, creí oportuno imitarlo, pero este, con un ademán, señaló el fuego invitándonos a acercarnos. El hombre, que en principio parecía serio y adusto, se hacía llamar Sixto, y de alguna manera oficiaba como el líder del grupo, su acento dejaba en evidencia de que no era del lugar: “Ellos son, Vicente y Narciso, compañeros de trabajo y amigos de la vida”, dijo luego de una pausa. Con curiosidad, le pregunté: “¿Disculpe, y a qué se dedican?”.
Vicente, que atizaba el fuego, rompió el hielo respondiendo con sagacidad: “¡A unir lo que la naturaleza y las distancias separan!”.
Todos sonreímos… Con cierta ingenuidad les relatamos algunas anécdotas de nuestra afición por la pesca, hasta llegar al punto de compartir nuestras divagaciones sobre desafiar al río. Tras eso, los tres hicieron un largo silencio mirando las llamas. Cuando intentamos justificarnos a lo que parecía un “loco designio”, Narciso nos interrumpió:
“Los pequeños sueños están hechos a escala y representan sueños enormes, que muchas veces se alcanzan haciendo cosas pequeñas primero”. Fingimos comprender la profundidad de sus palabras, y nos quedamos escuchando sobre sus intereses y sueños de juventud.
Narciso comenzó a detallar el trazado de las vías férreas del país y a describir locomotoras y tipos de trocha. Nos habló del primer ferrocarril de Sudamérica, inaugurado en Paraguay, y del querido “Gran Capitán” que unía la Estación Federico Lacroze con Posadas. Gradualmente, nos sumergimos en una nostálgica espiral ferroviaria, pues los trenes eran su sueño, su más preciada pasión.
Apenas acababa Narciso cuando Sixto tomó la palabra. En ese instante, una brisa del sur hizo que el aire se cargara de un gusto a sal. Don Sixto nos habló de la longitud del Delta del Paraná y sus intrincados entramados hasta llegar, melancólico, a su amado Puerto Ibicuy y aquella epopeya que unió las costas de Entre Ríos y Buenos Aires con el incansable ir y venir de los ferrobarcos.
Mencionó el viaje inaugural del “Lucia Carbó” cruzando el Paraná, y la serie de embarcaciones que lo acompañaron: “María Parera”, “Mercedes Lacroze”, “Dolores de Urquiza”, “Delfina Mitre”, “Carmen Avellaneda” y el gran “Tabaré”, que durante décadas transportaron pasajeros, cereales a granel, carbón e incluso ganado.
Estábamos fascinados de escucharlo, pero se lo notaba triste al recordar a su ferry predilecto, el “Roque Sáenz Peña”.
No nos pareció apropiado que alguna pregunta imprudente tocara aún más sus fibras íntimas; Fernando lo interrumpió y, mirando a Vicente, dijo: “¿Y qué fue de usted?”.
— ¡Pela papas! – Respondió, endureciendo su rostro y perdiendo la mirada en las aguas. –
Don Sixto evitó prolongar el incómodo silencio: — Arzamendia fue el último capitán del ferrobarco, el “Ezequiel Ramos Mejía”.
Vicente nos contó sobre su tripulación: Bernardino, el baqueano; Reinaldo, el jefe de Máquinas; y sus siempre predispuestos marineros. Su nostalgia lo llevaba a revivir los viajes desde el puerto posadeño de “San José” hasta “Pacú Cuá” en Encarnación.
El relato de su último recorrido era el vivo recordatorio de que todos somos prescindibles. Antes del Puente Internacional San Roque González de Santa Cruz, el imponente y bestial río Paraná separaba las dos costas, ahora unidas por el acero y el hormigón. Los ferrobarcos y aquellos hombres de río, vías, timón y locomotoras ya no eran necesarios.
Sus miradas transmitían un dejo de sinsabor, pero también orgullo por ganarse la vida con honestidad a través del río. Siguió un prolongado silencio, cargado de melancolía y solemnidad. Entonces decidí recostarme, y le pedí a Fernando que más tarde me despertara. No obstante, el cansancio acabó venciéndonos a ambos.
Al despuntar el alba, el fuego ardía como si acabara de encenderse, y los ferrobarcos crujían aferrados a sus amarres. Me embargó un miedo paralizante que me enmudeció. Anhelaba que Fernando diera el primer paso, para corroborar que todo no había sido más que un sueño fugaz, una visión efímera.
No quedaba rastro de aquellos hombres; era como si se hubieran esfumado en la penumbra, como si nunca hubieran estado allí. Intercambiamos miradas avergonzadas y, en silencio, recogimos nuestros enseres para regresar al barrio.
No volvimos a mencionar el asunto y, meses después, partí a Zárate sin despedirme, para incorporarme a la Prefectura Naval Argentina. Mi destino fue el Puerto de Buenos Aires, hasta que con el tiempo conseguí una permuta y regresé a Posadas.
Me especialicé como mecánico armero e instructor de tiro, llegando incluso a impartir clases en el Curso para Marino Mercante. Libreta que habilitaba a nivel internacional a los embarcados en buques mercantes de gran porte.
El rigor y la disciplina habían forjado mi carácter, y nunca más volví a mencionar aquel episodio que mentalmente había clasificado como “la noche de las ánimas”.
Hasta que, por azares del destino, Fernando decidió convertirse en marino mercante. Cuando lo vi en clases, no pude evitar esbozar una sonrisa. Me acerqué para saludarlo y él me tendió la mano, que evité conscientemente para darle, en su lugar, un afectuoso abrazo.
En la celebración de fin de curso, mientras compartíamos un asado en la costanera, nos alcanzó la madrugada, y ambos confesamos que nuestra atracción por el río seguía intacta. Fernando venía de trabajar en un barco arenero y, antes de eso, se había ganado la vida como sereno en una guardería náutica.
Al despedirnos, me dijo con determinación: “¡Luis! Voy a ser como Don Vicente, hasta capitán no paro”. Fue entonces cuando volví a recordar a aquellos hijos del río, frente a las llamas que avivan sus aguas…
Fin.
A la memoria de Sixto Ramón Colazo (1935 – 2011) Jefe del sector fluvial y del Área de Mecánica de Ferrocarriles Argentinos; de Narciso Oscar Aguilar (1953 – 2010) Arquitecto y Fundador de la “Asociación Civil Ferroaficionados”; y del último Capitán de un ferry en la provincia de Misiones, Don Vicente Ángel Arzamendia (1932 – 2011).
*(En colaboración con el Suboficial Ayudante de Primera (Retirado) de la P.N.A Ramon Luis Letriñuk.