Por: Aída Ofelia Giménez
Margaret se contempló en el espejo sonriendo satisfecha.
Miró por la ventana, la tarde estaba en su cenit. La casa inundada con el aroma a scons que se doraban en el horno. Puso el mantel de hilo en la mesa de la galería, sobre colocó la bandeja de plata con la tetera del mismo metal.
Dos tazas y la lechera de porcelana con filigranas de oro, enmarcando las pequeñas rosas, completaban la delicada belleza del juego de té, regalo de su madre quien lo recibió a su vez de la suya; piezas antiguas pasadas de generación en generación. Acomodó los scons en una canastita y se sentó mirando hacia el mar.
Es 10 de noviembre, aniversario de la unión que, la familia de su novio y la suya, catalogaron de pagana unos y delirios de locos, otros.
Margaret sorbiendo lentamente la infusión dejó vagar sus pensamientos rescatando los recuerdos. Cincuenta años han pasado desde aquel día.
Margaret caminaba apresurada hacia el colegio, llegaría tarde. Como profesora de adolescentes, afirmaba que debía dar el ejemplo con respecto a horarios y compromisos. Tropezó con una baldosa, las carpetas cayeron como naipes sobre la vereda, sintió unos brazos que la sujetaban con fuerza evitando su caída.
Reponiéndose del susto, ruborizada por la vergüenza, agradeció mientras se arreglaba la ropa.
– Por nada -respondió el joven. Recién ahí ella tomó contacto visual con la persona que la sostuvo y le sonrió nuevamente agradecida. No imaginó que este instante marcaría su destino.
Presentándose tendió la mano hacia ella –Me llamo Franco, trabajo en la empresa aceitera de la otra cuadra. –comentó.
Franco forzaba los encuentros “casuales”, esperando a Margaret cerca del colegio. Se pusieron de novios y consideraron que ambas familias debían conocerse. Ella ya había hablado con sus padres respecto a la relación que la unía a un joven empresario.
Un sábado por la tarde, Franco era presentado a la familia. Todos estaban hechos un manojo de nervios. Él, porque sentía que estaba bajo un microscopio y que era estudiado con un espécimen extraño, que venía a apoderarse “de su niña”.
Ella porque conociendo a sus padres, sabía que si no aceptaban a Franco en esa primera inspección, nada haría que cambien de opinión y los padres, porque sabiendo como amaba Margaret a ese hombre, temían por su futuro, no lo conocían y… ¿quién sabe?
Margaret conoció a la familia de su novio un domingo al mediodía. Un ruidoso grupo de gente, en torno a una larga mesa debajo de una florida glorieta, le daba la bienvenida.
Familia tradicional italiana hablando a los gritos, comían y bebían alegremente, sin preguntar demasiado por el origen y posición de la familia de la novia, solo deseaban que Franco fuese feliz.
Formaban una armoniosa pareja. Él, típico italiano; por sus venas corría sangre mediterránea, piel aceitunada, alto y elegante, ojos castaños y rebelde pelo negro. Ella en cambio, de mediana estatura, rubia y más bien delgada. Su manera de ser parecía de alguien frágil, mientras no observaran sus ojos color de acero y la fortaleza de los mismos. Todo en ella delataba su origen británico.
A Franco le gustaba navegar en su pequeño velero cuando los días estaban claros. Margaret disfrutaba sin superar el temor que le causaba las inclinaciones de la pequeña nave, a capricho de las olas. En uno de esos paseos, decidieron que comprarían una casa a orillas del mar cerca del pinar.
Pusieron fecha para la boda. Anunciaron que se casarían solo por civil. Ambas familias pusieron el grito en el cielo. Los padres de la novia, soñaban con una ceremonia bajo sus ritos y los padres del novio, con fastuosidad y algarabía, con muchos invitados, platos y bebidas servidos con elegancia en el jardín del mejor hotel de la ciudad.
Margaret, educada y criada en una familia perteneciente a la iglesia anglicana y Franco en la tradicional y cerrada religión católica; sabían que sería imposible que ambas familias aceptaran una u otra opción religiosa para celebrar la boda, por lo que decidieron que no habría boda religiosa.
Se casaron un soleado día de noviembre, partiendo de luna de miel a la casa que habían comprado cerca del mar a pocos kilómetros de la ciudad, luego de una pequeña reunión con la disgustada familia de Franco porque no quisieron fiesta.
Esa noche Franco encendió una fogata en la playa, en un balde con hielo colocó un vino dulce. Margaret, vestida solo con una bata de seda, se sentó junto al fuego.
Las llamas como caprichosas lenguas, acariciaban su piel. Franco sirvió el vino, con las copas en las manos caminaron hacia la orilla del mar. El viento silbaba, las olas rugían tratando de lamer con sus rotas crestas saladas sus pies antes de replegarse. En la noche cuajada de estrellas, la Cruz del Sur se recostaba en la vasta negrura y un curioso Orión los espiaba.
Franco, anclando sus ojos en los de Margaret, levantó la copa diciendo:
– Con el mar y las estrellas como testigos, te tomo como esposa ante nuestro Dios y prometo amarte más allá del horizonte.
Margaret, con voz quebrada respondió:
– Mientras ruja el mar y la noche se cuaje de estrellas, te amaré. Con el viento como testigo te tomo como esposo ante nuestro Dios.
Se amaron sobre la arena. El alba los sorprendió abrazados y con frío. Ingresaron a la casa, cerraron la puerta y el tiempo.
Hacían largas caminatas por la playa, sentándose a descansar en la frescura del pinar. Les gustaba pasear a esa hora, cuando el sol rojizo perdiéndose en el oeste, desdibujaba el paisaje tornándolo naranja y púrpura. La hora de las sombras largas.
Por las noches cuando regresaban del trabajo, Margaret preparaba la cena. Luego se sentaban en la galería a escuchar los sonidos del mar, en los días cálidos. En el invierno tomaban un café junto al fuego, crepitaban los leños y a veces hacían el amor sobre la alfombra. Se amaban sin urgencias.
Margaret no quedaba embarazada, consultaron al médico, quién indicó realizar unos estudios. Resultando que ella no podría tener hijos por una disfunción hereditaria.
Los padres de Franco, decían que era un castigo de Dios por haberse casado en el paganismo, refiriéndose a que ellos hicieron un ritual en la playa.
Siendo una familia tradicional italiana, la descendencia era esencial en un matrimonio normal. La familia de Margaret y ella misma, por su formación sociocultural británica no le daban trascendencia a la cuestión de no tener hijos.
El matrimonio puede ser feliz igual, hasta podría ser una ventaja para el desarrollo personal de ambos, al no tener semejante responsabilidad. Los años se deslizaron mansamente en la vida de dos seres que nada más pedían.
Franco, los sábados muy temprano salía a navegar con su velero, siempre que los vientos fueran favorables.
Margaret cuidaba su pequeño jardín de invierno, cortaba flores que, colocadas en jarrones en rincones estratégicos de la casa, le otorgaban calidez hogareña. Por las tardes, tomaban el té, charlando alegremente de trivialidades.
A veces, los domingos se reunían con los padres de Franco, quienes ya habían olvidado el tema de los nietos y dejaron de culparlos por la falta de herederos.
Cada quince días cenaban con los padres de Margaret, por lo general lo hacían los días viernes al salir del trabajo. Compraban el vino y el postre. La velada siempre se desarrollaba en tranquila armonía. Regresaban felices a la cabaña.
Los domingos dormían hasta tarde. Desayunaban en la cama escuchando los bullangueros gritos de las gaviotas.
Aquel sábado, el día se desperezó límpido y radiante. Franco preparó su equipo, besó a Margaret y dirigiéndose hacia el velero le gritó:- ¡Te amo, espérame!
Desplegó la vela, la pequeña embarcación se tambaleó un poco, para luego dirigirse graciosamente hacia el arrecife que marcaba la rompiente desde el pinar, para luego desaparecer tras él, buscando aguas mansas y vientos calmos.
Margaret, como todos los sábados, quedó arreglando su jardín, ordenando la casa, preparando todo para la hora del té, la hora del ritual con Franco.
Mirando por la ventana, vio que el cielo se había oscurecido, el mar bramaba enfurecido, el viento ululaba anunciando la tragedia.
Margaret secó sus manos en el delantal y las juntó en un ruego.
– Dios por favor no lo permitas.
Como respuesta a sus ruegos, solo escuchó los rugidos del mar.
– Dios mío, ayúdalo. Devuélvemelo – rogó quebrada en llantos.
Pasó la tormenta. Se calmaron las aguas y el viento. El cielo se mantenía plomizo y amenazante. Pasaron las horas, Margaret no necesitó detalles para la certeza de la tragedia que llegó a su vida sin previo aviso.
El velero fue encontrado hecho astillas, flotando en el mar. A Franco nunca lo encontraron.
Ambas familias rogaban a Margaret, que dejara la casa, que se mudara a la ciudad, que no tenía sentido seguir allí, sola, esperando qué…
Margaret, sí sabía porque se quedaba. Ahí, aunque no lo viera, estaba Franco, lo sentía.
Fueron pasando los años. Sus padres y sus suegros partieron. Los familiares de Franco afirmaban que ahora que estaba vieja, se había vuelto loca. Nada más lejos de la verdad.
Margaret estaba consciente de su realidad, solo que no quería dejar el lugar donde se amaron con locura, donde continuaba con el ritual de cortar flores, adornar los rincones, inundar la casa con el aroma a scons, colocar el juego de té, servir dos tazas y beberlo lentamente, contándole cosas.
Hoy, especialmente, en que se cumple un aniversario más del día aquel en que se prometieron amor, ahí en la playa al calor de la fogata, Margaret renueva su promesa:
– Yo prometo ante Dios, con el viento y las estrellas como testigos del inmenso amor que nos tuvimos, que muy pronto nos encontraremos, allá donde el cielo y el mar se juntan.
Margaret, se puso la bata de seda que usó en su noche de boda y lentamente caminó hacia el mar, diciendo:
– ¡Espérame, estoy llegando!