Por: Elsa Raquel Barberan (*)
Amanecía lentamente, podía mirar el sol saliente en aquel horizonte que parecía estar frente a ella, apreciando cada instante su color rojizo y sus movimientos tenues de aquella estrella mayor.
Hora de partir hacia las orillas del río, luego de una noche intensa. Arrimando en mi vieja canoa la caña de pescar, las lineadas, y un ril que en esos días afortunados lo pude comprar.
Lentamente remando, tal vez por el cansancio de no dormir, con mi inseparable amiga quien conoce el camino imaginario del trazo de todos los días, me lleva a destino.
Al llegar arremango mis pantalones para no mojarlos, mis pies se hunden con aquella arena mojada, atrapadas, como sintiendo unas manos entre mis dedos.
Estiro la canoa a las orillas y la amarro. Muy próximo está aquel árbol que tantas veces observé, llego hasta él quien me acompaña en mis descansos momentáneos, brindándome sus sombras sin mezquindad y cobijándome del intenso calor.
Acomodo mis pertenencias como formando una almohada, cerrando mis ojos lentamente y en cada parpadeo viendo las hojas y ramas caídas como expresión de tristeza y llanto. Muchas veces me puse a pensar por qué el Creador ha dejado entre tantas bellezas un ejemplar que dejan una sensación de angustia quienes la observan.
El sueño acaricia mi ser, entonces sucede una situación cotidiana y familiar: su padre arrastra la canoa al río para ir a pescar. Su madre camina hacia las costas, arrastrando en su cuerpo aquellos bultos de sábanas atadas, como formando bolsones de ropas a lavar: su trabajo, el sostén del pan.
El niño pequeño, trabajador, ayuda a su madre llevando en bolsas de plásticos jabones, cepillo y una tabla de madera pequeña, para mejorar la limpieza. Así comienza la tarea; el padre a mitad del río pescando, ella lavando las ropas y el niño jugando con una botella de plástico, cerca de su madre.
Sin esperar un viento descontrolado sacude la quietud de aquella mañana. Las bolsas que han traído para guardar las ropas húmedas y limpias, vuelan como escapándose en remolinos. La madre corre para atraparlas y deja en descuido a su pequeño hijo a merced del río.
El niño siente el estremecedor viento, quien éste, sin control arrastra su juguete aguas adentro, como un señuelo lo envuelve y éste vulnerable, sin pensar en consecuencia, corre para agarrarlo.
El padre desde lejos puede visualizar a su pequeño perderse en la profundidad de quien fuera su amigo, desesperadamente rema, sin terminar de dar completo las paladas, como queriendo ganar distancia en cada una de ellas.
Su madre en las orillas corre desesperadamente hacia la dirección del pequeño, gritando su nombre una y otra vez.
Solo quedó aquel material flotando en las inmensas dimensiones de aquel majestuoso río. Tal vez un alma inocente fue alimento de aquellas aguas sedientas que inexplicablemente necesita para calmar tantos daños que el ser humano causa sin piedad en esas cristalinas corrientes.
Un fuerte canto de chicharra posada en una de las ramas, hace que me vaya despertando lentamente…mis ojos húmedos, mojando mi rostro, recordando los momentos de angustia y mi corazón latiendo rápidamente con tanta tristeza recordando mi sueño quien me dio a conocer la existencia de aquel árbol, donde sus ramas extendidas, como proclamando la vuelta de su ser más preciado, sus hojas caídas como lágrimas expresando dolor en cada minuto de su existencia.
Comprendí; el clamor llega a los oídos del Creador, quién le cede un espacio en aquellas costas húmedas del río o arroyo, con recuerdos de alegrías y con la esperanza que la naturaleza le devuelva a su Ángel, su Hijo.
(*) Nueva versión imaginaria de la autora