Por: Rosita Escalada Salvo
Sigo insistiendo que en ese pueblo pasaban cosas raras. Y otra vez era viernes, el día en que la criada se pasó y dale que dale.
– Así que ustedes no creen en el lobizón. ¡por mí! No voy a ser yo la que…pero después no me digan que no avisé.
Cierto era que el hijo menor del turco del cerro era medio raro.
– Taimado – dijo mi tío Chirulo mascando una torta frita entre mate y mate.
– No te burles de la gente – exclamó mi tía Adela, entre frituras y con la cara arrebatada – él no tiene la culpa.
– Pero es séptimo hijo ¿no? Y todos son varones…- la siguió mi tío muy serio y leyendo al diario de la semana anterior, porque allí siempre llegaban con retraso.
Es decir, no llegaban. Los traía Don Ulogio en el sulky, cuando iba a… ¡pero qué tantas explicaciones! Era viernes y de luna llena.
– ¡ Ay lunita tucumana, tamborcito laralí…- entonó mi tío que era bastante desentonado.
Mi tía le pasó otro plato con tortas, a ver si se callaba.
– Co pañ ñe ñe emñ mñis peññañ…- siguió con la boca llena mientras mi tía movía resignadamente la cabeza.
Viernes y luna llena. Seguro que el lobizón saldría esa noche a hacer de las suyas, asaltando gallineros, asustando a los paisanos que se atrevieran a salir, aullando cerca de las ventanas de las niñas casaderas y revolcándose en los chiqueros donde los cerdos espantados hociquearían toda la noche, inquietos.
Pero, ¿cómo comprobar todas esas tonterías, paparruchas, creencias de gente ignorante, exageraciones de la sirvienta, seguro para reírse de nosotros?
Después de todo, el galpón no quedaba lejos. Y desde el entrepiso, donde se guardaba el maíz, podíamos espiar. Que todos se fueran a la cama temprano, era el caso.
¡Y el caso es que esa noche, justo, justito, al tío Chirulo se le dio por contar cuentos de aparecidos, luces malas, fantasmones del monte y qué sé yo!
Seguro porque era viernes y había luna llena. Yo digo que el frío que empezamos a sentir se debió a una puerta abierta, a alguna corriente de aire. Pero no. Casualmente estaba todo con tranca.
Y después fue el ruido. ¡Plaschh! ¡Trac! Como bolsas de zapallos que caen y se rompen.Y luego algo que se refregaba contra la pared de tablas, de aquí para allá. De allá para aquí. Y nosotros ¡ni mus! Hasta que la tía Adela, tan calma ella, prestó atención.
Y otra vez, como jadeos de animal y una respiración tan cerca, pero tan cerca que los pelitos de mi brazo adquirieron vida propia y se quedaron todos paraditos.
– ¡Canilla! ¡Patichueco! ¡Rezongón! – llamó en voz alta mi tío Chirulo. Pero ni seña de los perros.
Y la pared que trepidaba. Y mi primo con los ojos como huevo estralado.
Fue entonces que, al unísono, todos los perros del vecindario, de varias leguas a la redonda – o a la cuadrada, no importa -, al unísono digo, comenzaron auuuu… auuuuuuuuu y se vio cruzar por el cielo, contra la luna, una bruja con escoba y todo el bicherío de la Salamanca dio comienzo al baile de los siete diablos y…
– ¡Pará! ¡Pará! Ya te saliste del surco. Estás divagando. Di-vagando con esa imaginación desbordada que tenés. Volvé a tu relato de aquella noche del viernes a la noche…
– Bueno.
– ¿Y…?
– ¿Y qué?
– ¿Y qué pasó?
– Ah…
– ¡Terminala de una vez! Contáme qué era, ¿alguien salió a mirar afuera?¿Descubrieron al lobizón? ¿Tenía aspecto terrorífico? ¿Ojos de fuego? ¿Dientes con hilachas de sus víctimas? De solo pensarlo, ¡qué miedo! Contáme, ¿qué pasó?
– Nada.
– ¿¡Cómo nada!?
– No…no era el lobizón.
– Y qué era ese jadeo, esos ruidos…
– Ah!…el tío Chirulo sacó la tranca y la descargó sobre el lomo de un enorme perro escuálido y color canela, pero apenas le acertó; que salió ladrando lastimeramente y rengueando. Había estado comiendo los restos que dejaron el Pitichueco y los otros.
Pero lo que me llamó la atención, al otro día, es que el Benjamín, el hijo menor del turco del cerro, cuando vino al almacén a comprar velas…¡estaba rengo!