Había una vez una coneja de laaargas orejas que amaba la pradera donde vivía, porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz: un inmenso espacio para saltar de aquí para allá todo lo que quisiera, hierbas tiernas, forraje y agüita fresca. Eso sí, cuando el día se ponía feo y lluvioso o algún depredador acechaba, apuraba sus saltitos hasta llegar a la madriguera que compartía con mamá, papá y sus once hermanos.
Un día se aventuró un poquito más lejos de lo acostumbrado,
Saltó, saltó…
Descansó un poquito…
Volvió a saltar… hasta llegar a una larga cerca blanca.
Intentó cruzar, pero lo único que cabía entre las maderas del cerco eran sus orejas. Tomó carrera para sortearla por arriba, pero no, tampoco: era muy alta. Como los conejos son expertos excavadores, puso patitas a la obra y a los pocos minutos logró llegar al otro lado. ¡Qué maravilla lo que encontró! Alimento, muuucho alimento en el suelo, de diversos tonos de verde, con caminitos para recorrerlo. ¡No sabía qué probar primero!
De repente… ¡Fin del correteo! Un par de botas de goma interrumpió su exploración. Sintió unas suaves manos, primero en su lomo, luego en la nuca y entre sus orejas… tuvo un poquito de miedo, apenas un poquito. No se le pararon las orejas porque los conejos ya las tienen paradas. Eso sí, el cuerpo le tembló bastante.
-¡Mamá, mamá, mamiiii, vení a mirar lo que encontré mientras regaba la huerta! – gritó Alma.
Mamá, que estaba unos metros más allá cosechando repollos, zanahorias, tomates y otras frutas, hortalizas y verduras, se apresuró hacia donde estaba su niña. Por tan descomunal grito pensó que otra vez había hallado una serpiente, pero no, esta vez el escándalo era por la sorpresa: ¡había encontrado un conejo probando el sabor de las hojas de acelga!
-¿Cómo habrá llegado hasta aquí? – preguntó mamá.
– No lo sé mami, pero llevémoslo a casa, siempre quise un conejo como mascota, te lo pido por favor.
Mami se puso a cavilar. No necesitó pensar mucho porque como Alma era buena y cuidadosa con los animalitos, le permitió agregar una mascota más a las que ya tenía -dos perros, una gata, una tortuga de jardín -. ¡Un conejo!… que descubrieron luego que era coneja.
¡Qué revuelo se armó al otro día en la escuela cuando Alma llegó con su bastón verde, con su perro Scout y una coneja a la escuela! Alma era una niña con baja visión y Scout -un inteligente y amigable perro labrador- era el lazarillo que la acompañaba a todos lados. En la escuela estaban acostumbrados a verlo y lo saludaban. Ese día ni lo miraron siquiera: todos sus compañeros -¡hasta la maestra! -querían alzar ese pompón suave que Alma tenía en sus brazos.
-¡Qué hermosa!, ¡Ay qué linda!, ¡Traela todos los días! ¿Me la prestás en el recreo? – decían los chicos…
-¿Cómo se llama? – quiso saber la mae.
Todavía no tiene nombre, ¿me ayudan a elegir uno? – preguntó Alma
-Síííííí, sí, sí, sipirisisí.
Alma colocó una hoja en su regleta y con el punzón, más rápida que un rayo, escribió la lista:
Naila
Wendy
Pompón
Orejas
Elsa
Cleo
Los chicos no sabían lo que decía esa lista porque no sabían leer en sistema braille. Alma leyó los nombres con la yema de sus dedos. El nombre más votado fue Orejas.
Fue así que gracias a la visita de la coneja Orejas, todos los compañeros de Alma quisieron aprender a escribir su nombre en braille. Entonces, la mae pintó en una de las paredes el alfabeto en braille y una vez a la semana, jugaban a escribir palabritas dibujando puntitos en el pizarrón.