Por: Myrtha Magdalena Moreno
Era una mujercita muy coqueta, cuando la vestían se miraba la ropa y sonreía, le encantaba el perfume que le colocaban como último toque antes de salir. Eran de su predilección, sobre todo, una remera estampada con los “101 Dálmatas”, un vestido de fondo rosado con flores pequeñas y canesú blanco bordado, otra remera de mangas largas con la figura de “Chiquititas”, un conjunto de bermudas color azul con dibujos de animales y la camisa blanca con canesú de la misma tela del pantalón y algunos otros vestidos y conjuntos.
Cuando salía con alguna de estas vestimentas, por un buen rato sólo caminaba o iba en el vehículo agachada mirando y tocándose la ropa hasta que surgía otra cosa que llamara su atención tanto como para que se olvidara de su coquetería.
En el último verano, en su pileta tipo “Pelopincho” 1, disfrutó, gateó, jugó se movilizó como no estaba acostumbrada a hacerlo. A las diez u once de la mañana, si hacía demasiado calor y no tenían que ir al instituto de rehabilitación, el abuelo la introducía en el agua con short y remera para que no se quemara; a la tarde, alrededor de las cuatro, también.
Los fines de semana era la abuela la que se encargaba de esa tarea, ella le ponía alguna de sus mallas y ¡quedaba tan hermosa!
—Ángeles, vamos a sacar la ropa, el pañal, vamos a poner la malla y las ojotas para ir a la pile. —Le decía mientras la iba desvistiendo y luego vistiendo, mitad del tiempo acostada y la otra mitad sentada en el sofá.
Comenzaba a hacer fuerza para pararse y si no la sostenía parecía que iba a salir corriendo con una ansiedad, muy segura de lo que quería: ¡llegar a la pileta!.
Una vez que estaba en malla y ojotas, la abuela la tomaba de la mano, pero la que llevaba era Ángeles, casi corriendo y cuando llegaba hasta el borde, si no la sostenían era capaz de tirarse al agua. Eso era, por lo menos, lo que aparentaba.
Una vez adentro, con abuela y todos los chiches: un Mickey, un muñeco bebé varón de color oscuro que tomaba la mamadera y orinaba, una pelota de muchos colores, un perro casi blanco, un Bambi, todos de goma y un tubo de plástico anaranjado que producía el sonido de una sirena cuando se lo hacía girar en el aire, comenzaba la diversión.
La pileta tenía poca agua para que ella se pudiera mover, gatear, sin muchos riesgos. A veces se entusiasmaba tanto que gateaba apresuradamente y caía de boca; cuando esto sucedía, y cada vez más a menudo, procuraba levantarse sola, mientras reía y tragaba agua; la abuela estaba atenta para que no tardara mucho en incorporarse.
Todo era un juego. Cuando estaban los primos o los hermanos, andaba detrás de ellos porque le sacaban sus juguetes.
En las ocasiones en que le salpicaban agua en la cara, cerraba los ojos y con una sonrisa seguía gateando en búsqueda de lo que quería. También se divertía cuando chapoteaban, gritaban o peleaban entre ellos. En estas oportunidades había que cargar más agua porque los otros chicos no entraban ya que no les gustaba si veían que estaba muy bajo el nivel.
Había otros días en que quedaba sentada en un rincón, sin moverse pero si la abuela le mostraba los juguetes desde lejos, la llamaba haciendo “hablar” a los muñecos, lentamente comenzaba a movilizarse para buscarlos, hasta que terminaba gateando y jugando. Pero, si esto no se lograba era porque estaba incubando alguna fiebre ya que, en ese verano, tuvo varios “picos” de temperatura que se iban así como habían venido.
Cuando tenía la compañía de otros chicos en la pileta y más agua, Ángeles se divertía con una mayor intensidad.
—¡Ángeles, mové la piernas! A ver… a ver..— decía Malena iniciando el juego.
—¡Yo te agarro los pies! —decía Marielita, su hermana más pequeña— y vos los movés para arriba, ¡uno….dos!…¡uno…dos!, ¡fuerza, Ángeles, fuerza!, ¡otra vez! ¡ja, ja, ja….! ¡Ángeles anda en bici! ¡uno….dos….uno….dos!
—¡Muy bien, Ángeles! ¿viste?, Mariela te ayuda mientras yo te sostengo la cabeza -acotaba Malena.
—¡Ahora yo, abuela! —pedía turno Adrián.
—Bueno, Adrián, yo le sostengo la cintura y la cabeza y vos movele los brazos para que nade.
—A ver…a ver Ángeles…los dos brazos juntos… ¡atrás… adelante… atrás…. adelante…! ¡Muy bien!.. ahora cantando… Ángeles… está nadando… y… va moviendo los brazos adelante… atrás, atrás… adelante – y todos cantaban con cualquier tonada la canción recién inventada.
—Ahora, —pedía la abuela a Ángeles— los pies, aquí en mi panza… y …¡fuerza…. fuerza… uno… dos… tres… cuatro!, Adrián, cuidá la cabeza de tu hermanita, que no se le hunda y trague agua. Otra vez, todos juntos vamos a contar: uno… dos… tres… cuatro…
Pensaban que estos ejercicios la ayudaban a mover el vientre y también a fortalecer su cuerpo… pero, ninguno de los dos abuelos era experto ni sabía nada de kinesiología ni de educación física, lo hacían por intuición 2.
Los días que no iba a su terapia o a la escuela, si no llovía, Ángeles salía a caminar con los abuelos, uno por turno, entre las tacuaras 3, al patio 4 o, si estaba bien, la bajaban a la calle y caminaban de la mano.
Para hacerlo debían tomarle la mano izquierda, procurando que se dirigiera hacia adelante porque muchas veces se iba inclinando o se entretenía y daba vuelta, no tenía sentido de la dirección.
En el camino, entre los árboles y tacuaras, en ese verde y mágico mundo, Ángeles quería tocar las hojas; cuando lo lograba, si Malena la sostenía de atrás, para dejarle las manos libres, las arrancaba con picardía, aunque la abuela le enseñara que eso no se hacía, que los limoneros y otros cítricos tenían espinas y se podía lastimar.
—¡Qué me importa!, ¡Es tan lindo tener las hojas verdes, brillantes, perfumadas en mis manos! ¡Me gusta, me gusta! ¡Ja, ja, ja!— decía con sus ojos brillantes, su cara gozosa mirándose las manos y las hojas entre ellas
— Y al minuto siguiente, “descuidadamente” arrancaba otras hojas, de tacuara, de cualquier cosa.
Algunas veces, para tener mayor libertad o porque no se manejaba bien ese día, Ángeles salía a caminar con una toalla por debajo de las axilas sostenida por atrás como había enseñado la kinesióloga.
El que la llevaba, debía tener un buen sostén en las piernas y un buen manejo del equilibrio de uno mismo y de ella porque se bamboleaba hacia la izquierda y hacia la derecha y, en algunas oportunidades, imprevistamente hacía un movimiento, con tanta fuerza, que, si el que la sostenía no estaba firme o podía estabilizarse inmediatamente, corrían el riesgo de caer los dos. Muchas veces estuvieron a punto de ir a parar al suelo, Ángeles y el abuelo que estaba con ella.
Si querían salir los tres, caminando o en colectivo, para apurarse le tomaban las dos manos, allí ocurría el desastre, porque, casi automáticamente, Ángeles dejaba de caminar o quedaba parada o se abandonaba hasta caer al suelo, porque tenía que ir “pliquiteando” 5 con la mano derecha.
En los últimos meses de su vida, era un triunfo hacerla caminar, ya no funcionaba ni la toalla, ni la mano. Los abuelos inventaron otro truco: la tomaban ellos mismos (uno por vez) por debajo de las axilas, rodeándole el pecho, apoyaban su cuerpito contra las piernas de ellos, entonces, prácticamente la iban empujando suavemente, movía la pierna derecha la abuela, Ángeles también lo hacía, luego con la izquierda, nuevamente con la derecha…. Pero…nunca, nunca dejaba de pasar al lado de un árbol o de una tacuara sin procurar arrancarles una hoja con la misma expresión de sumo placer.
¿Cuál sería el diálogo que Ángeles desarrollaba con las plantas? Porque era evidente que había una comunicación, no existía persona ni objetos cuando ella estaba frente a una planta o a un ramo de flores, su cara se iluminaba, los ojos le brillaban y ella se “metía” dentro del ámbito vegetal que estuviera a su alcance.
(Última parte)
Fragmento del Libro
“Ángeles, conviviendo
con el Síndrome de Rett y…”