Por: Romina Marcos
La pequeña saboreaba, despreocupada, el último bocado de pan. Su vestido amarillo, regalo de “la viejita de la casa lujosa”-era así como la llamaba-, ondeaba suavemente con la brisa de esa mañana otoñal.
En el dedo índice, decidió conservar una miga de aquel rico pan, único alimento que había probado en los últimos dos o tres días.
Luz (ese nombre se lo había puesto ella misma, porque le parecía poderoso) no estaba triste. Había días difíciles, pero también había ocasiones en las que gozaba de la generosidad humana: como aquella señora que le regaló un colchón, como la viejita que le regaló este hermoso vestido amarillo, como aquella chiquilla que le acercó un abrigo cuando ella no podía trabajar, porque temblaba de frío.
Sus malabares eran un poco obsoletos. Sin embargo, era necesario ganarse el pan. La niña comió la miguita que había atesorado en su dedo. Se levantó, casi sin ánimos, y se dirigió al semáforo.
Comenzó a realizar su rutina; en los rostros pudo advertir las respuestas habituales: indiferencia, desprecio, asco…
De pronto, sintió una mirada que la incomodó. Desde el asiento trasero de un Ford Ka gris, una nena la miraba fijamente, mientras comía un postre. Luz trató de imaginar cómo sería el delicioso sabor de aquella maravilla desconocida.
La luz verde hizo que los conductores avanzaran desesperados. Mientras se dirigía lentamente a refugiarse en la vereda, la hermosa niña del vestido amarillo formó un cuenco con la palma de su mano e imaginó que era una cuchara. Se llevó la cuchara a la boca, con mucha parsimonia, y disfrutó del mejor postre que jamás había probado.
Cuento inédito.