Por lo general, a esta altura del año, en la chacra de Antonio “Tonín” Filippin (70) se preparaban para la cosecha de uva con el propósito de elaborar algunos litros de vino artesanal para degustar y compartir y, por qué no, analizar resultados con el propósito de ir mejorando el producto. Desde hace algunos veranos, las expectativas del productor son casi nulas debido a la invasión de abejas, avispas y distintas variedades de aves que, a falta de frutas para alimentarse, toman partido por los racimos y los dejan prácticamente inutilizables para la recolección.
Comenzó con la plantación en el año 2002 en un cuarto de hectárea y tardó unos cinco años para comenzar a recolectar los primeros racimos. “En este predio tenía once variedades, entre ellas, venus, Niágara, moscatel, Isabel, chinche, chardonnay, tintorera y uva banana, que en su momento traje desde Brasil, pero no resistió. Ahora estoy cuidando una nueva, de color blanco, y estoy en tratativas de conseguir una de color negro”, comentó el hombre, que se limita a elaborar el vino sin pesticidas ni conservantes, “tal como lo hacía papá”.
Mientras presta atención al canto de los pájaros que se acercan con intenciones de darse un “banquete”, Filippin confió que tiene 70 años y que nació aquí, sobre la ruta provincial 103, en esta chacra que era propiedad de su padre, Eugenio, que vino desde Italia en el año 1948.
Debajo del parral, se emocionó hasta las lágrimas al recordar la triste historia de su familia en el viejo continente. “Mi abuela falleció durante la Primera Guerra Mundial por lo que papá, que tenía otros cinco hermanos, fue criado por su hermana Raquel. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial papá participó del conflicto y se transformó en prisionero de los alemanes, aunque, por considerarse aliados, tuvo la suerte que no lo quemaran vivo o no le tiraran a la fosa. Me contó que durante ese tiempo llegó a pesar 40 kilogramos cuando era un tipo que medía 1,75 metros de estatura. Es que en Alemania no le daban de comer entonces tenía que salir a buscar la basura de la ciudad para poder poner algo en la boca”, lamentó.
Se casó en Italia con Margarita Carmela Corona, “que era mi mamá, pero como no podían venir los dos, papá llegó en 1948 con el pasaje que le pagó su hermana que ya en 1930 ya se había establecido en Misiones junto a su esposo. Mientras tanto, mi madre se había ido a trabajar a Suiza y vino a la tierra colorada en 1950. Se instalaron en Campo Ramón donde se estaba gestando una colonia de italianos”, comentó.
Contó que un habitante de esta zona, de apellido Benetti, se comunicaba con sus familiares a través de cartas y les sugirió que vinieran a Misiones porque había tierra suficiente. Mientras tanto, otros italianos se fueron a Mendoza, otros a Córdoba. Sus familiares se instalaron acá y se dedicaron a la agricultura. “Lo primero que hicieron fue ocuparse de la plantación de tabaco y de yerba mate. Allá por 1940 ya tenían sus plantaciones de caá yarí, tanto mis padres como los Carrara, y otros, y tenían también su secadero de yerba mate en épocas en que la tambora para el sapecado del producto se manejaba a mano, no había motor, nada”, graficó.
Entre la docencia y los parrales
Antonio terminó el secundario en la Escuela Industrial, de Oberá, y después comenzó a trabajar en el taller de una agencia de venta de autos. A partir de eso, en el establecimiento educacional le ofrecieron dar clases de taller. “En aquella época esto se lograba gracias a los mejores promedios de los alumnos. El profesor se había ido y esas horas quedaron vacantes. A pesar de la falta de experiencia, las tomé”, expresó, al tiempo que agregó que, más adelante, en Campo Ramón se creó el Bachillerato Polivalente 16 y necesitaban un docente para la materia electricidad. “Empecé a trabajar, y me quedé durante 26 años. Después me acogí a un retiro extraordinario para cuidar a mis padres que se encontraban mal de salud, porque no podía con todo. Como me gusta la agricultura, una vez que me retiré de la docencia, pensé en dedicarme a hacer un nuevo parral para mí y a cultivar la tierra que tengo acá”, manifestó, quien durante la cosecha recibe la colaboración de su nieto Gael, su hijo Guerino Antonio y los familiares de su esposa, Mercedes.
Aseguró que su padre vino de Italia “con esa enseñanza, acá empezaron a cultivar, querían replicar todo lo que hacían allá, pero se frustraban porque las condiciones no eran las mismas. Hacía con su hermana. Tenían parrales en más de media hectárea. Tenía la moscatel, que rescaté, que es medio ovalada, hay otra que es redonda. De acuerdo a lo escuchado en una charla brindada por el personal del INTA, existen 380 variedades de uvas”, agregó.
“Con el sistema de alambique hago grapa del hollejo. Una vez que termina el proceso de fermentación, se separa la cáscara, el líquido queda debajo y el hollejo arriba. A través de un sistema para obtener la grapa, elaboro cinco litros que uso para invitar a mis vecinos. Muchos dicen que toman whisky, como restándole importancia, pero cuando prueban esté preparado les salen lágrimas porque llega a los 80 o 90 grados. Es casi alcohol puro”.
A los pocos días de asomar la temporada, los racimos desaparecen. “A esta altura casi no se encuentran cachos de uva, están comidos por las avispas, las abejas, y las aves. Las mariposas también revolotean por la noche y hacen una pequeña incisión en la fruta, dejando un punto negro, desde donde empieza a descomponerse”.
Mientras esto sucede, trata de cosechar algún racimo en buen estado, aunque se lo percibe desganado, desanimado. Es que este será el segundo año de escasa cosecha. Pero el testimonio de uno de sus vecinos hace que el panorama no se vea tan sombrío. “Lo fui a ver y manifestó estar en la misma condición que yo porque hay plantas que no dieron nada de nada. Para mí es por el clima. Este hombre no tiene té ni yerba, se dedica a la parte vitivinícola, tiene más de una hectárea de terreno, en Cerro Azul. Coloca todos los productos que le recomiendan poner a la parra, pero tiene resultados”, expresó. A partir de este cuadro, “llegué a producir 1.600 litros. Era en el comienzo. Luego fue oscilando entre 800, 900, 800, 1.100, 1.200. El año antepasado hice solamente 600 litros. El año pasado no hice nada y este año, quizás, salga algo, quizás 200 litros, pronosticó, a ojo de buen cubero, porque los racimos están muy pobres”. En diciembre o enero tendría que estar cosechando. “Hay algunos que están empezando a madurar, pero ya tienen el daño producido por los pájaros y detrás viene la avispa y la abeja, para continuar. Cuando el cacho entero estaba bien maduro, papá me decía: si estiras la piel y se despega, es porque llegó a su punto de maduración justa. Algunos también creen que cuando la avispa o la abeja comienzan a atacar mucho, es porque está madura”, explicó quien, en 1997, junto a ocho vecinos, se animó a fundar la Cooperativa El Colono.
Al referirse a los afortunados que degustan el vino que elabora, aparte de la familia de su hermana María y de su esposa, Mercedes, que tiene varios hermanos, comparte con los grupos de exalumnos, ahora que se hace el encuentro cada año, también con el grupo de fútbol y en cumpleaños. “Cuando me daba bastante, 200 litros se iban como agua. Al doctor, al conocido, al compinche. Entre cumpleaños y exalumnos totalizan unas cien personas, pongamos un litro para cada uno”, acotó quien todavía conserva herramientas y damajuanas en el sótano de la vivienda que construyó su padre.
“A partir de este cuadro, llegué a producir 1.600 litros. Era en el comienzo. Luego fue oscilando entre 800, 900, 800, 1.100, 1.200. El año antepasado hice solamente 600 litros. El año pasado no hice nada y este año, quizás, salga algo, quizás 200 litros -pronosticó a ojo de buen cubero- porque los racimos están muy pobres”.
Elabora un vino “como lo hacía papá”, con lo básico. La fermentación está hecha en toneles de madera de cancharana y guayubira. “Eran de 500 litros, pero ya no los uso porque cuando se vende va disminuyendo el líquido y se va acumulando algo de aire. Y los últimos cien litros quedan como picados, teniendo en cuenta que no tienen conservante. Conseguí bordolesas de roble, que me trajeron de Mendoza y de Entre Ríos, son de 200 litros y es más fácil para racionalizar porque dura menos tiempo. No envaso. Algunos vienen a buscar en botella o en damajuana”, dijo Filippin, a quien le regalaron un aparato que mide el grado de azúcar que tiene el fruto de la vid.