Por:
Julio Manuel Benitez
El verano caía pesado sobre las orillas del Paraná, como un manto denso que apagaba hasta el susurro de las aguas. Antonio, un pescador curtido por el tiempo y el río, llevaba horas sentado en su bote, los ojos perdidos en el vaivén, esperando no se sabía qué. El Paraná era su refugio y su sustento, pero también un misterio al que sentía pertenecer de una forma inexplicable. En las últimas semanas, una serie de sueños inquietantes lo perseguían, tan reales que al despertar, todavía sentía sus ecos pegados a la piel.
Soñaba con un pueblo sumergido, un lugar imposible de encontrar en los mapas o en las historias del pueblo. No era uno de esos antiguos asentamientos tragados por el embalse de Yacyretá; era un sitio desconocido, un rincón oscuro en su memoria. Al principio, los sueños le mostraban apenas fragmentos, una calle cubierta de niebla o una casa de tejas rojas. Pero cada noche las imágenes se volvían más nítidas, y en esos sueños, Antonio caminaba entre calles de piedra, escuchando voces apagadas, susurros arrastrados por la corriente. Como si el río tratara de devolverle algo, algo que yacía perdido en el fondo de sus aguas.
Despertaba empapado de sudor, entre la nostalgia y el temor, y en el transcurso del día se sorprendía preguntándose si su mente cansada le jugaba una mala pasada o si el río mismo, con su sabiduría ancestral, trataba de decirle algo. Una tarde, después de regresar al puerto con las redes vacías, decidió compartir su inquietud con Manuel, un joven curioso que siempre escuchaba con atención las historias de Antonio.
-Decime, Manuel, ¿vos pensás que uno puede recordar cosas que nunca vivió?- le preguntó mientras anudaba las redes gastadas en la orilla.
Manuel lo miró con sorpresa, rascándose la barba incipiente.
-No sé, Antonio. Hay gente que dice que los sueños son recuerdos de otra vida… o simplemente inventos de nuestra mente. ¿Por qué preguntás?-.
Antonio dudó antes de hablar. No quería sonar como un viejo loco, pero sentía que ya no podía cargar con esos sueños en silencio.
-Desde hace semanas, sueño con un pueblo bajo el río. Lo veo cada noche, como si lo conociera. Las casas, las calles… hasta las voces de la gente. Estoy seguro de que, de alguna forma, ya estuve ahí-.
Manuel se quedó en silencio, como si buscara las palabras correctas.
-Capaz que estás recordando alguna historia de cuando eras chico, algo que te contaron y olvidaste. Sabés que el Paraná guarda muchas cosas-.
Antonio asintió, pero en su interior sabía que no era tan simple. Aquellos sueños no eran recuerdos vagos, eran más bien llamados, fragmentos de algo que él debía encontrar.
Esa noche, el sueño fue más claro que nunca. Antonio caminaba por las calles empedradas del pueblo sumergido, el agua sobre su cabeza formaba una bóveda de cristal que dejaba pasar la luz de una luna irreal. Y ahí, frente a él, lo esperaba una figura conocida: él mismo, más joven, con la piel curtida por el sol, pero sin las arrugas del tiempo. El joven lo miraba con ojos vacíos, como si fuera un reflejo de algo que alguna vez existió y ahora estaba atrapado en esa dimensión submarina. No intercambiaron palabras, pero Antonio sintió una conexión intensa con esa versión de sí mismo. El río, de algún modo, le estaba devolviendo algo perdido, algo que había quedado sepultado en la profundidad de sus aguas.
Despertó con una decisión tomada. Al amanecer, el bote lo llevaría más allá de los límites conocidos, hacia el centro del Paraná, donde las aguas se volvían oscuras y el río parecía ahondarse en sí mismo. Sabía que allí, en el abismo, encontraría las respuestas que el Paraná le susurraba cada noche.
El viaje fue largo, y el río lo recibía en calma, como un viejo amigo que sabe guardar secretos. Antonio remaba con la mirada fija en el horizonte, hasta que las orillas desaparecieron y el Paraná se volvió un océano sin fin. Dejó de remar en ese punto, dejando que el bote flotara mientras miraba el agua, un espejo opaco que lo miraba de vuelta. Y entonces lo sintió.
Una corriente helada rozó sus dedos, como una mano invisible que lo llamaba desde el fondo. Sin dudar, se inclinó sobre el borde del bote y hundió la mano en el agua. Al instante, una visión lo invadió: estaba de pie en medio del pueblo sumergido, pero esta vez sin el agua sobre él. Todo era nítido, tangible. Las casas de tejas, las puertas entreabiertas, las sombras largas en las calles de piedra. Caminaba por el lugar con una extraña certeza de haber estado allí, de conocer cada rincón, cada esquina. Al llegar a la plaza central, lo vio de nuevo: el joven Antonio, sentado en el borde de una fuente seca, con una expresión de resignación que el viejo reconoció en sí mismo.
-¿Quién sos?- preguntó Antonio, aunque ya sabía la respuesta.
-Soy el que fuiste- respondió el joven, su voz un eco suave que parecía resonar desde el fondo del Paraná. -Y soy lo que olvidaste-.
Un vértigo lo invadió, y de repente recordó. Recordó el pueblo, el lugar donde había crecido, antes de que las pérdidas y el tiempo lo convirtieran en el hombre solitario que era ahora. Pero ese pueblo nunca existió, al menos no en la realidad. Era una construcción de su memoria, un refugio que el Paraná había absorbido junto con los recuerdos más oscuros de su vida.
Cuando despertó, estaba de nuevo en su bote, empapado y temblando, mientras el sol se deslizaba sobre el horizonte. Había viajado a las profundidades de su propia memoria y, aunque no había encontrado todas las respuestas, sabía que el pueblo seguiría allí, esperándolo en algún rincón del río, en las sombras de su mente.
Nunca volvió a pescar en el Paraná. Pero cada noche, antes de dormir, se preguntaba cuánto más podría soportar antes de volver a ese lugar que no existía, pero que sentía más real que todo lo que lo rodeaba.