Por: Rosita Escalada Salvo
Vilma enciende la cocina. Pone sobre la llama una ollita con algo de aceite y se dispone a preparar el reviro. Con la cuchara de madera revuelve la mezcla y piensa en la suerte que tuvieron.
Mentalmente se traslada a la vivienda de chapas y paredes con restos de madera; al fuego sobre el suelo donde pendía una olla negra de tres patas. Casi siente el frío y el viento colándose por las hendijas.
¡Que se le va a quemar el reviro! Baja la llama y continúa la ronda de la cuchara dentro de la olla.
Es que no puede alejar algunas imágenes de lo vivido anteriormente. Antes de que se trasladaran a este barrio. Antes de saltar de alegría cuando salieron sorteados.
Antonio baja del ómnibus y se dispone a caminar las cinco cuadras donde está su casa. ¡Su casa! De material, dos dormitorios, cocina y ¡baño! No la letrina al fondo del patio, maloliente y que se inundaba con las lluvias.
Casi no siente el cansancio de su trabajo diario, albañil por oficio y por necesidad. Hubiera querido cursar la secundaria aunque sea a la noche, pero eran tantos hermanos de padre ausente. Tal vez ahora, en el nuevo asentamiento… Pero quién sabe. Apura el paso. No ha comido nada al mediodía.
Sobre el Paraná, el sol rojizo se va hundiendo. Sopla un viento del sur, frío. Esta noche va a helar, se dice Antonio.
El olor a reviro inunda las casas vecinas.
Hace dos horas, Bruno -como acostumbra- salió a recorrer este lugar nuevo, lindo, con calles parejas que no le hacen doler los pies. Porque siempre anda descalzo. Tiene ojotas, tiene unas zapatillas viejas agujereadas pero le gusta sentir la tierra, el pasto, al caminar. No va solo, ellos –él y ella- lo acompañan.
Al final de las casas, está un campo. Y más allá, el monte. Un sendero entre el pajonal los lleva a lo desconocido. Y si siguen caminando, encontrarán las barrancas del río.
No se dan cuenta de la noche que pronto cubrirá el lugar con su manto negro. Y cuando quieren volver… se pierden. Bruno siente frío, mucho frío. Solo viste un gastado pantalón y un pulóver desteñido.
Antonio entra, se cambia las zapatillas manchadas de cemento y lo tienta un baño con agua tibia. Pero el aroma de la cocina es más fuerte. Abraza a su mujer con una sensación de felicidad desconocida. Por fin le han dado a su hijo un hogar limpio, seco, protector.
Dónde está Bruno, pregunta. Jugando por ahí. Pero ya es de noche y la temperatura bajará aún más. No sé, llamalo. Que venga a comer algo.
Antonio sale a la vereda. La calle se extiende solitaria. La gente, los vecinos, están resguardados. Las jirafas alumbran el silencio y la soledad. Una alarma se enciende en su cerebro. Bruno, a veces, no sabe volver y menos en este lugar donde viven desde hace pocos meses…
No duda. Va hasta la casilla donde siempre hay un policía y cuenta, pide ayuda.
Amanece el día más frío del año. Una densa niebla cubre el Paraná. No se ve la otra orilla. Imposible rastrear con una lancha, hay que esperar. Mientras, varios voluntarios civiles y de la prefectura avanzan por entre la maleza. Van con perros amaestrados a los que se les hizo oler la ropa de Bruno. Si se perdió, no puede estar lejos, pero el temor es otro: hipotermia, que se haya accidentado o si algún animal lo atacó –hay zorros y alimañas entre la vegetación- . Víboras no; con la baja temperatura están hibernando.
Los hombres tienen las manos congeladas y piensan en un mate caliente o un café. Llevan un termo, pero es para Bruno, cuando lo encuentren. Si lo encuentran…
El sol disuelve la neblina. Un helicóptero se sumó a la búsqueda y el tableteo del motor llena el ambiente.
Los padres no han dormido; Antonio quiso sumarse a la búsqueda, pero no le permitieron. Mejor quedate con tu mujer y esperá. Ya lo vamos a encontrar. Y allí están sentados, tomados de la mano.
Ella se levanta y prende otra vela a la Virgencita. Los ojos secos y enrojecidos. No piensa. No quiere pensar. Sabe que su hijo, desde aquella vez cuando lo internaron de urgencia, ya no es el mismo. Habla con monosílabos. Mira sin ver. La carita con una sonrisa, siempre. No sabe leer ni escribir…
Golpes en la puerta los alertan. Es una vecina. Que están pasando por la tele lo de Bruno, que todavía no hay noticias. Que mejor se ofrece a rezar un rosario, juntos…
Toda la ciudad está pendiente. No es la primera vez –ni será la última- que un niño se extravía o peor, que desaparece. ¿Se habrá ahogado?
No, con tanto frío, quién se va a meter en el agua. ¿Se resbaló? ¿Se cayó? Hasta los bomberos se sumaron en la búsqueda. Lo llaman Bruno! Brunooo! Silencio. Siguen rastrillando, peinando el monte enmarañado. No hay casas por los alrededores. No hay refugio posible. Se les congelan las manos, la cara. Bruuunooo!
Sobre la piedra áspera, desnuda, tres bultos pequeños no atisban la salida del sol pues la niebla lo inunda todo. Se juntan más, para darse calorcito. Se oye a lo lejos algo como pisadas, ramas rotas. Pero los tres siguen durmiendo un sueño sin diferencias.
De pronto, el más grande para las oreja, gruñe, emite un casi ladrido. Ella se para, atisba. El niño sigue adormecido, pero el súbito frío lo despierta. Quiere abrazarse a los dos compañeros de aventura, pero ellos están atentos a vaya a saber qué. Bruno tiene hambre, mucha. Y miedo, porque desconoce el lugar. Ruido de una lancha los alerta. Los tres corren hacia la orilla…
La historia es real. Y con final feliz. Bruno y sus padres aparecen en un programa periodístico. Los dos perros –verdaderos héroes de la jornada- también.
A veces, la pantalla televisiva nos emociona, nos muestra el lado bueno de la vida. A veces…