Por: Dalila Goralewski
Caminando por el parque vi a una niña sentada debajo de un árbol; estaba sola. De un momento a otro el sol desapareció, todo se oscureció, solo podía verla con la cabeza agachada y tímidamente acurrucada.
De repente, las hojas del árbol cayeron como si fuera el comienzo del otoño, el frío viento soplaba refrescando mi cálida piel, las hojas volaban a toda velocidad, el cielo nublado opacaba el aire que en un momento pareció ser claridad para mi mente; las palpitaciones de mi corazón aumentaron su velocidad, mi respiración agitada y mi visión borrosa se tornaron más potentes.
En aquel instante, la niña tomó un papel de su bolsillo, entonces decidí acercarme, la miré fijamente y tomé la hoja que tenía entre sus manos; entendí el mensaje, comencé a sudar y mis lágrimas cayeron como gotas de lluvia sobre mi mejilla, mi cabeza daba mil vueltas, mis ojos ya no enfocaban bien; mi visión seguía borrosa, los objetos comenzaron a desintegrarse como polvo en el aire.
Las gotas salinas de mi dolor cayeron como en cámara lenta hasta desaparecer por completo, mojando la tierra y uniéndose a las lágrimas de la lluvia.
Agaché mi cabeza y vi sus manos sobre mis pies desvaneciéndose poco a poco; ya nada tenía color, todo se tornaba siniestro y tenebroso.
Quería gritar, pero la voz se me había ido. Volví la mirada hacia el papel y las palabras que en un momento estaban escritas ya no aparecían.
El viento las arrebató y se las llevó como a una más de sus tantas hojas secas, las palabras quedaron perdidas en el aire, los sentimientos que transmitían se incrustaron aún más en mi corazón y en mi alma, ya endurecida de tanto dolor, ni las lágrimas que un momento brotaran de mis ojos tenían ganas de caer.
En el momento en que volví a la realidad y me di cuenta de que todo aquello no era más que imaginación y fantasía, lo ilusorio de un dolor que perdió todo por amor, de mi vientre se había desgarrado lo más poderoso que creé durante cinco meses; lo perdí en minúsculos de segundos.
Mi psiquiatra quedó mirándome extrañada, no sabía qué decirme, entonces sonreí y le dije que ese día me había tomado unas pastillitas para aliviar mi pérdida, tal vez era clonazepam o algún somnífero que potenciara, paradójicamente, mis ganas de vivir.
Ella quedó alelada, no dijo nada más que “la sesión ha terminado, descanse” y se fue de la habitación. Creyó haberme ayudado, pero solo potenció mi instinto suicida. Jamás había mirado a las pastillas con tanta tentación.
Antes de que la especialista se fuera, la miré, no dije nada, me ahogué en mis silencios, me perdí en el tic tac del reloj y me retiré de la sala quedándome con ese sonido incrustado en mi mente, con el tiempo que no era más que efímero, con ese tiempo que pasaba a toda velocidad cuando veía la realidad, pero en mi tiempo interno todo pasaba más lentamente; mirarla y no decir nada, escuchar cómo pasaba la hora en el reloj, llegar a la puerta, abrirla y salir de la sala, llegar a la calle y ver que ya había oscurecido, tomar el colectivo o caminar sin rumbo hasta perderme en la infinitud del mundo sin saber qué hacer.