A media mañana, los rayos del sol se hacen sentir en el extenso potrero que reúne a las cabezas de ganado de la familia, y Juan José Schworer entiende que ya es hora de regresar. El ladrido de un perro alerta al dueño de casa sobre la llegada del equipo de Ko’ape, después de recorrer unos seis kilómetros por el camino principal, desde la ruta asfaltada, y cuya estrechez solo permite el paso de un solo vehículo. Tras la bienvenida, confiesa que, con 86 años, su cuerpo aún responde bien a cualquiera de las actividades que se deben desarrollar en la chacra de colonia Alemana, donde vive rodeado de sus hijos, que se afincaron en un mismo predio pero a diferentes distancias.
Nació en Posadas porque su madre fue llevada hasta el hospital Madariaga para dar a luz. Apenas recibió el alta médica, la mujer, con el pequeño Juan en brazos, regresó de nuevo a la colonia poblada por descendientes de alemanes, muchos de los cuales, como buena parte de su familia, compraron terrenos en la zona, escapando de alguna guerra. Recordó que anteriormente “era una pobreza, una miseria, porque no había nada. No había luz, ni radio, ni teléfono, nada. Plantábamos tabaco (de las variedades Burley, Misionero y Virginia) con dos de los muchachos y cuando terminamos eso, empezamos a plantar verduras. Y así seguimos y llegamos hasta donde estamos. Es una zona apta para el tabaco por el terreno pedregoso. Pero teníamos un cupo para el Virginia que llegaba a las veinte mil plantas y había que secar con estufa, en el fuego, porque tiene un costo más alto. Del Burley la producción era mayor y se secaba colgado en los galpones”.
Había que sembrar, después plantar y cosechar, y “te quedabas libre recién cuando lo vendías. A partir de ahí podías hacer otro trabajo”. Y con la verdura encontraron la veta. Los muchachos comenzaron a levantar los invernaderos y si bien la tierra es apta, tienen que agregar abono orgánico que llega desde Buenos Aires, y “tampoco es fácil”, contó Don Juan, que se casó con Marta Fritzen (ya fallecida), a quien conoció en una pista de baile de colonia Taranco, Cerro Azul, y con quien tuvo cuatro hijos: Isabel, Juan, Jorge y Alberto, que le regalaron tres nietos.
La electricidad llegó a la chacra de Don Juan hace varios años y significó “un cambio tremendo”. Antes tenían que arreglarse con faroles, lamparitas a kerosene, porque “no había otra cosa. Antes era vida de pobre. Ahora si hay tabaco, se vende. Antes no. Cuando ya había plantación abundante, no te recibían, tenías que llevar tu tabaco de vuelta”.
“Estoy agradecido a la vida, me siento bien, contento, feliz. Es lindo trabajar, estoy acostumbrado, y si dejo de hacerlo se me va la vida. Hay que moverse. Pero la juventud no quiere. No sé qué es lo que está pasando”.
Entre tantas iniciativas, plantaron un viñedo, “pero es algo que terminó. Le ganó la capuera. Sacábamos buena cosecha todos los años, se vendía todo, por intermedio del INTA. Es una especie que llega a determinada edad, y empieza a secarse”. También había plantaciones de tung. “Trabajamos mucho con eso, una barbaridad. Había que juntar las frutas y las pepitas, después embolsar y sacar afuera de la chacra porque el camión no podía entrar porque no había caminos, y las pendientes son pronunciadas”, comentó.
Manifestó que sacaban la producción en un carro tirado por bueyes y que los vecinos ayudaban porque había que cubrir la caja completa de un camión. “No sé cuántos kilogramos podía llevar, pero cuando subía el cerro se levantaba la parte delantera. Era el transporte de Pedro Mussart, quien después fue intendente de Olegario V. Andrade y se ocupó de abrir todos los caminos”. A su entender, “fue el mejor intendente que tuvimos. Cuando los maquinistas terminaban de trabajar él, con su propio auto, recorría los lugares para supervisar cómo lo hicieron. Si encontraba una falla, los mandaba de vuelta. Era recto. Ahora falta un poco de mantenimiento, pero no hay caso. Los colonos están olvidados”.
Añora las épocas en las que había vecinos cerca y eran mucho más unidos que ahora. “Antes la gente se visitaba, se encontraba, ahora ya no. Si necesitabas, siempre estaban dispuestos a ayudar, con el tabaco, o venían a tomar mate el sábado o el domingo. Hoy ya no hay más visitas. No sé por qué. Muchos se fueron a la zona de Eldorado, como unos parientes que vivían cerquita. Otros vendieron sus chacras o las abandonaron y se fueron al pueblo. Acá había muchos alemanes, como mis tíos y mi papá, que llegó al país con 14 años”, acotó quien, como sus hijos, pasó por las aulas de la Escuela 60, situada sobre la ruta provincial 3.
Familia de músicos
Comentó que cuando sus familiares apenas llegaron a la Argentina se instalaron en Buenos Aires, “pero no sabían nada”. Allí se quedaron tres meses. Como venían con dinero, porque disparaban de la Segunda Guerra Mundial, llegaron a esta zona, trabajaron tres meses y “la gente les ayudó a comprar una chacrita”.
Añadió que su tío, que era mayor, tenía que ir a la guerra, pero que el abuelo, que ya había estado en una le dijo que no. “Antes que eso, nos vamos”, había advertido a sus hijos: Ferdinando, Enrique y Juan -el padre de Don Juan-, que eran músicos y se dedicaban a esa rama del arte. “Enrique era profesor de violín, estudió en Europa; Ferdinando era acordeonista y papá tocaba el contrabajo, el clarinete. Acá tuvieron que habituarse a trabajar la tierra, tuvieron que adaptarse a una realidad totalmente distinta. Salir de la riqueza para venir a la pobreza, prefiriendo la paz ante la guerra. Afortunadamente supieron elegir buenas chacras, productivas además de vistosas, por lo quebrado del terreno, que totaliza unas 70 hectáreas”, reflexionó quien prefiere no mirar noticias por televisión, solamente escuchar la radio.
“Fui a la escuela, pero, a decir verdad, empecé a trabajar duro a los 12 años. Por la mañana iba a clases y por la tarde me pasaba arando la tierra con una yunta de bueyes. También ayudé a tumbar el monte y a levantar alguna casa. Y así seguimos hasta la actualidad. Con 86 sigo yendo a la chacra porque a mí me gusta el trabajo. Es que uno ya nació así y no quiere dejar. Me levanto a las 5 y al clarear, como todas las mañanas, vienen a verme los hijos, charlamos hasta que sale el sol y cada uno va a su trabajo. En estos días estaba limpiando los potreros, macheteando con la foiza. Vuelvo a casa alrededor de las 10, porque hace mucho calor. A la tarde regreso, después de una siesta, aunque si es mucho el calor no se puede descansar, me quedo en la sombrita”.
Sostuvo que había muchos bailes, “por todos lados, iba con papá porque otra música no había. Ellos tocaban medio gratis. Si querían bailar hasta que salga el sol, lo hacían. Antes era lindo pero pobre. Yo no agarré ningún instrumento musical, solo las herramientas de trabajo”.
Don Juan utiliza el agua de un pozo de las inmediaciones de donde extrae el líquido con un balde. “Gracias a Dios nunca se secó. Es una vertiente poderosa, lo que permite que tengamos agua siempre”, celebró quien asegura que “hasta ahora no fui al médico, salvo por una zoncerita. Tomo el medicamento para la presión que me recetó el doctor, y algunos yuyos y me siento bien. Antes no había médicos acá, todos se curaban con remedios caseros, pero hay que saber bien cuales ingerir”.