Candelaria guarda una rica historia de sus orígenes, su cultura y su importante conformación dentro del territorio misionero. En la edición anterior de este informe, conocimos la historia de la leyenda que todo baqueano conoce: la imagen de la Virgen “que está enterrada boca abajo” en un túnel.
En esta ocasión, también de la mano de Dolores Agustina Romero, licenciada en bibliotecología, docente y gestora cultural, hablamos de la leyenda del Niño Perdido, que da nombre al arroyo que atraviesa gran parte de la capital histórica.
En una entrevista con PRIMERA EDICIÓN, Romero contó que esta es una de las historias que también resuena bastante entre los habitantes del lugar. De hecho, dijo que cuando era pequeña conoció a personas que vivieron en esa época y en esa zona, “y nos contaban lo que había pasado”, recordó.
Describió que el arroyo actualmente tiene poco caudal, y es “donde se juntan todos los hilos de agua que vienen de otros lugares y luego desemboca en el río Paraná”.
Los arroyos pueden parecer calmos, pero durante y luego de una tormenta se vuelven muy turbulentos y peligrosos. “Cuando eso sucede arrastran todo lo que encuentran, hay que tener mucho cuidado en estas condiciones”, indicó Romero.
Y este es un dato no menor si nos remontamos a aquel hecho que habría ocurrido alrededor del año 1910, cuando, según relató Dolores, Candelaria ya tenía sus calles de tierra y unos pocos automóviles circulaban en la zona céntrica. Por su parte, las familias que vivían en la periferia acostumbraban a llevar o traer productos a caminando, a caballo o en bueyes, y para aprovechar “el viaje”, transportaban varias cosas.
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Dolores contextualizó que el protagonista de la antigua historia era Andrés Rojas, un adolescente de entre 13 y 14 años, hijo mayor de una familia numerosa, de granjeros, que vivía en el sector de las minas, sobre el arroyo Anselmo. “Se llama ‘las minas’ porque ahí existen unos grandes piletones donde había una mina de cobre del tiempo jesuita. Toda esa parte es una zona geológica muy interesante; hay piedras de cristal de roca que están casi aflorando en el suelo”, mencionó Dolores.
El joven solía llevar al centro del pueblo alimentos caseros y de granja que producía su familia para vender. Y al regresar, llevaba más mercadería a su casa.
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Según cuenta la leyenda, un día Andrés estaba por cumplir con sus quehaceres habituales y atravesó “el camino jesuítico antiguo, que comunicaba todo alrededor de la costa del río Paraná”, para llevar los insumos. Sin embargo, el tiempo no acompañaba, estaba nublado, había viento y según podía percibirse, más temprano que tarde, se desataría una tormenta.
El chico iba montado en su caballo, y una vecina que ya lo conocía y veía siempre pasar, no dudó en advertirle que regrese, porque si llovía fuerte, después no iba a poder cruzar el arroyo. “Por qué no te quedás y esperás que pase el mal tiempo, porque seguro se va a largar; y después recién salís?”, sugirió la mujer; a lo que el joven respondió que “estaba un poco apurado” y que prefería ganar tiempo, así que continuó su camino.
“Él cruzó el arroyo y siguió con su objetivo, ya que todavía no llovía. Pasó un rato y efectivamente se largó el temporal. El arroyo crecía a borbotones, estaba todo inundado. En un momento la vecina mira por la ventana y ve que Andrés regresaba y estaba intentando atravesar el cauce con su caballo. Ella le gritaba que no se largue, que espere, pero el chico intentó igual“, narró Dolores.
Esa decisión fue fatal para el adolescente. La lluvia cesó y las aguas que corrían seguían bravas. La vecina que vio por última vez a Andrés pronto fue hasta su casa para avisarle a sus padres lo que había sucedido. Todos salieron a buscarlo alrededor del arroyo, lo llamaban a gritos pero no obtuvieron respuesta.
“Lo buscaron todo el día, toda la noche; y finalmente a la madrugada encontraron al caballo, estaba atascado entre los ramajes y herido, cerca de la zona de desembocadura del arroyo. Sin embargo, al chico nunca se lo encontró, ni rastros de él; se ve que el agua tan fuerte lo arrastró. Y bueno, desde entonces, ese arroyo fue denominado ‘Niño Perdido’, en memoria de esta historia“, resumió Dolores Romero.
En la actualidad, es la avenida Ruiz de Montoya de Candelaria la “marca lo que sería la zona urbana” y conduce a una parte de ese arroyo. Hoy en día está rodeado de un asentamiento donde viven familias, ya no es caudaloso y, según se pudo observar, hay basura flotando en el agua.
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Sin embargo, decádas atrás, este arroyo era fuente indispensable para los pobladores de la zona, que hasta lavaban sus ropas y se bañaban en él. Hoy en día no es un alfuente muy seguro.
“Si seguís derecho por Belgrano y bajás una cuadra, está el puentecito que pasa por el arroyo; en esa parte solía haber una cruz de madera y la gente también dejaba flores, como recuerdo de aquel ‘niño perdido’ “, comentó Dolores.
Al visitar la zona, advertimos que la cruz ya no se encuentra allí. Sin embargo, más allá de todo símbolo material, la historia del niño vive en el relato oral que trascendió generaciones en el pueblo de Candelaria; así como otras tantas que forman parte intrínseca de la cultura local.