En nuestra vida cotidiana, es común encontrarnos con situaciones que nos desafían. Ya sea en el ámbito familiar, laboral o social, los desacuerdos forman parte inherente de las relaciones humanas. Sin embargo, existe una tendencia preocupante a enfrentarlos desde una certeza inamovible de ser dueños de la verdad: “es así como yo te digo”. Esta actitud, nos aleja del diálogo constructivo, perpetuando el enfrentamiento.
Cuando una persona busca asesoramiento o mediación, a menudo llega polarizada, con una narrativa rígida que sitúa al otro como culpable y a sí misma como única víctima. En este marco, las partes en lugar de percibir el conflicto como un problema compartido que requiere una solución conjunta, se sitúan frente a frente en una batalla en la que los terceros “deben tomar partido”, bajo apercibimiento de ser tachados de “vendido”, “tibio” o que “no entendés nada”. Es a todo o nada, o te sumas a “su versión” o aparecen enojos, frustraciones e incluso agresiones, profundizando aún más el abismo entre las partes.
¿Por qué sucede esto? Porque cuestionar nuestras certezas nos incomoda. Implica aceptar que nuestra verdad puede no ser absoluta y que, tal vez, nuestra perspectiva necesita ser enriquecida con la del otro. Este acto de humildad intelectual y emocional es uno de los más difíciles de lograr, pero también uno de los más necesarios para resolver conflictos de manera efectiva.
Poner en duda nuestras certezas no significa renunciar a nuestras convicciones, sino someterlas a un análisis crítico. Significa preguntarnos: ¿Qué parte de razón puede tener la otra persona? ¿Estoy dispuesto a escuchar sin prejuicios? ¿Mi solución es la única posible o existen alternativas que aún no considero? Estas preguntas no solo nos preparan para el diálogo, sino que abren la puerta a soluciones más creativas, justas y sostenibles.
La incapacidad de poner en duda nuestras certezas tiene consecuencias profundas. En el ámbito personal, perpetúan rupturas en relaciones importantes. En lo social, contribuye a la polarización, el odio y el debilitamiento del tejido comunitario. Cuando reaccionamos con enojo ante el otro porque no nos dice lo que queremos escuchar, perdemos una oportunidad invaluable para crecer, aprender y acercarnos a una solución real.
Resolver un conflicto requiere algo más que estar en lo cierto: requiere coraje para aceptar que no poseemos toda la verdad. Requiere disposición para escuchar, para cuestionar, para soltar el ego y centrarnos en el bien común. La verdad rara vez es unívoca.
La reflexión, el diálogo y la capacidad de poner en duda nuestras certezas no son signos de debilidad, sino de madurez. Si queremos construir sociedades más justas y relaciones más fuertes, debemos empezar por mirarnos a nosotros mismos con humildad y atrevernos a cambiar. Porque, al final del día, el verdadero progreso comienza cuando aprendemos a escuchar.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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