El 24 de febrero de 2022, el presidente ruso Vladimir Putin decidía -con el apoyo de su vecina Bielorrusia- zanjar unilateralmente el conflicto que mantiene con Ucrania desde hace décadas por una amplia franja de territorio que separa ambos países. Y lo hizo de la forma más violenta posible: invadiéndola. La respuesta del presidente ucraniano Volodimir Zelensky fue igual de drástica: resistir hasta el final el avance ruso.
36 meses y miles de muertos después (sin contar otros damnificados, desplazados, etc), el mayor conflicto en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial parece estar desembocando en una encrucijada.
Con la guerra aparentemente estancada, aunque se reactive cada tanto de uno u otro lado, sumando cientos de nuevas víctimas en cada “oleada”, la semana pasada se abrió un frente político relativamente inesperado: el presidente estadounidense Donald Trump acordó con su par ruso Putin “trabajar en conjunto” para poner fin a un enfrentamiento bélico que ya se extiende por demasiado tiempo sin que las pérdidas humanas y económicas acerquen a las partes siquiera un centímetro a un principio de entendimiento.
Tanto es así que las negociaciones entre Rusia y EEUU se desarrollaron (y así piensan mantenerlas por ahora) sin dar voz ni voto al otro involucrado, Ucrania, que a su vez -lógicamente- exige participación en esas negociaciones si las contrapartes pretenden llegar a un acuerdo efectivo.
Está claro que cualquier tipo de diálogo, por imperfecto que sea, es mejor que ningún diálogo. Pero ¿negociar el futuro de países y territorios sin contar con las poblaciones afectadas puede contribuir realmente a la paz?
Hay varios antecedentes (algunos de ellos trágicos) en la historia del siglo XX que conspiran contra la esperanza que pueda albergar el resto del planeta civilizado de tachar definitivamente del mapa uno de los conflictos armados más complejos y duraderos (aunque con variable intensidad) de la edad moderna.