Por: Verónica Stockmayer
Filemón empezó la vida arrugado, porque apenas tuvo forma cercanamente humana en el vientre gestante, era escuálido, lleno de grietas preocupantes que se fueron rellenando según transcurrían las lunas.
Se miraba los dedos de los pies y de las manos, la pancita -todo lo que le dejaba ver ese inmenso cordón que lo ligaba a la matriz y del que no rezongaba porque por ahí le llegaban los nutrientes que lo fueron alisando-, brazos y piernas aceptablemente redondeados.
Cuando estuvo madurito y rozagante, asomó al mundo. ¡Horror! ¡qué frío!, amén de que su madre lo fue empujando medio a los empellones.
Ahí nomás el primer disgusto le trazó dos arrugas simétricas al borde de cada ojo. Enseguida vinieron mantitas –eso fue bueno-, un gorro tonto que le tapó la semivisión, porque todavía no podía enfocar bien, dos manoplas: ¿qué, ya le estaban dirigiendo los días? ¿a quién se le ocurría que le gustaría ser boxeador? ¡el boxeo le parecía un antideporte, tan agresivo!…primera arruga en el entrecejo del lado izquierdo, que pronto emparejó por derecha con la que le generó el nombre escogido: FILEMÓN ¡ja! Ya escuchaba “¡Filemón, cara de limón!. El berrido impetuoso de pura protesta fue recibido como potente signo de salud.
– ¡Los felicito, es un bebé vigoroso y sano!
Después, la luna de la teta a la que lo forzaron a prenderse estaba más seca que un oasis del Sahara. Daba más trabajo bombear que escalar con los deditos las lindas trenzas de su bella mamá…¡se le arrugó el ombligo!.
Así le quedó, un pupo con semblante agrio que lo acompañó toda la vida sin cambios, salvo el de tener que sobrevivir medio hundido en mitad de la barriga.
Llegaron otras arrugas –algunas insignificantes, eso sí- por mamaderas frías, juguetes que no quería prestar, pataletas menores. El primer NO rotundo le arrugó definitivamente la frente, grietas que se acentuaron con el primer desengaño amoroso.
Hubo más: el primer aplazo, rechazos que no pudo asumir, contratiempos profesionales, discusiones de película con su consorte en las que siempre resultaba derrotado. Frustraciones, desencantos, pesares. En fin. Que TODO Filemón era un mapa rugoso en el que se podía re correr su trayectoria.
Cuando ya no hubo ni un resquicio para ni una marca más, cuando hasta las plantas de los pies y las palmas de las manos y el interior de la cavidad bucal estuvieron repletas de señales, al borde ya de su centenario, Filemón decidió el retorno.
Lento y encorvado, auxiliándose con un báculo de eucalipto que él mismo se construyó. Así empezó a deshacer caminos, deteniéndose en cada contratiempo del pasado, en cada desventura con su desventurado o desventurador, ante cada proyecto fallido, para comprender porqués.
Las arrugas se le fueron esfumando. Recobró la postura, el pelo, la vista, el oído, la vitalidad. Abrazó la capacidad de gozo. Se alborozó con el vuelo de sencillas mariposas y con trinos que nunca había procurado escuchar. Chapoteó con pies de estreno y manos sorprendidas en arroyitos y cascadas.
Tuvo asomos de curiosidad insospechada. Cuando se detuvo, era niño otra vez. Debió hacer el resto del trayecto a GATAS, CON LIVIANDAD QUE LO LLENÓ DE BRÍOS, CON GORGORITOS JUBILOSOS PARA CADA ASOMBRO.
Así, con su primera forma humana, llegó a aquella teta, a aquel regazo, dispuesto a sumergirse en ese útero-nido, para empezar de nuevo.