Sin detenerse a pensar en las coincidencias, con el paso del tiempo Juan Carlos Gaona (65) se dio cuenta que abrazó la profesión de su padre, que fue embarcadizo, en otra situación y en otro tiempo. Don Bienvenido Gaona González hizo del Paraná su vida, mientras que su hijo prefirió los mares, que atravesó una y otra vez para cumplir con compromisos laborales. “Todo lo que hice fue divirtiéndome, disfrutando”, manifestó al hacer un balance de esos años en los que se sentía “libre como el viento”.
Nacido en el barrio Villa Blosset señaló que tuvo “una infancia muy linda, entre calles de tierra, arroyos y los amigos de Villa Juí (rana), que se encontraba cruzando las vías hacia abajo. Aunque no teníamos luz ni agua, vivíamos a seis cuadras del centro”. A los seis años ingresó a la Escuela 3 “Domingo Faustino Sarmiento” y, a los 9, debido a la situación económica de la familia, en momentos que su padre se disponía a jubilarse, debió salir a vender empanadas en el Mercado Modelo La Placita, “que era nuestro shopping barrial” y donde su mamá, Élida Ramona Méndez, tenía un puesto. Completó esa tarea a lo largo de dos años. Después fue a trabajar con Don Cristóbal León, que tenía una relojería. A los 12 años, después de aprobar séptimo grado, “papá me comunicó que iba a entrar al Liceo policial, donde hice hasta el tercer año. Luego seguí el secundario en una escuela de arte”.
Juan Carlos tenía por costumbre cantar el tema “Un velero llamado libertad”, de José Luis Perales, por lo que, al cumplir 18 años, “mi vieja me compró un pantalón, una camisa y me dijo, hijo ahí tenés la puerta, andá a trabajar”. Fue a probar suerte con Esteban Chudyk, que tenía una vidriería sobre la avenida Roque Pérez y a los veinte años decidió trabajar con su hermano “Pecho”, que se ocupaba del funcionamiento de varios boliches nocturnos en la ciudad.
En 1982 se vino la guerra de Malvinas y Gaona viajó a Buenos Aires. Si bien hizo el servicio militar en el Escuadrón de Comunicaciones Blindado II, de Entre Ríos, donde era dragoneante, “no tenía edad para ser parte del grupo de combate”. Pero tenía en sus manos la libreta de embarque -libreta marítima o cartilla de embarque- que es obligatoria para trabajar en alta mar. Uno de sus cuñados era capitán del buque “Francisco Troise” que era pedregullero, y se pasaba haciendo viajes desde Buenos Aires hasta Colón o San José, en Entre Ríos. “Estuve quince días en esa actividad y gané un platal enorme para aquella época porque tenía una forma de trabajo que era de quince por quince. Dejé lo que estaba haciendo para incursionar en el SOMU (Sindicato de Obreros Marítimos Unidos). Luego hice mi primer viaje internacional pero no salí desde el meridiano, como es usual. Por lo general, te bautizan recién cuando pasás el Ecuador”, contó el hermano de Alfonso, Miguel Ángel (Pecho), Cristina, Alberto, Oscar, Gertrudis, Nilda y María Estela. En esa ocasión fue hasta San Nicolás, Perú.
Recordó que, de regreso, “estábamos en Buenos Aires con mi hermano Oscar y entre cinco dormíamos en una piecita de tres por tres, cerca del club de mis amores, que es Boca Juniors. Cuidábamos autos. Hasta que surgió la posibilidad de ir a un buque pesquero, me largué a navegar e hice bastante dinero”.
Reconoció que mientras estaba en la actividad pesquera apareció en su vida “lo que es para nosotros el sustento diario, que es la estación de radio. El primer viaje hicimos con mi hermano. Después él se fue a otro buque que se llamaba Gloria. Y después fuimos a pescar langostinos al sur. Volvimos con mucho dinero. Fuimos a Buenos Aires a hacer un trabajo de reparación en el barco cuando mi hermano me comenta: Juanca, un entrerriano me dijo que se viene la moda de las radios de Frecuencia Modulada (FM) y enseguida consensuamos para comprar los equipos. Así nació la radio para nosotros. Vimos un equipo de 100 voltios, que no era nada, pagamos, preparamos el escenario en casa de mi hermana Cristina que vivía en La Boca y lo probamos”.
“Lo trajimos a Posadas, instalamos la radio y al poco tiempo llegó el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) y nos despojó de todo. Inauguramos en diciembre de 1988 y en febrero de 1989 nos quedamos sin nuestro emprendimiento. Éramos jóvenes y llorábamos. Se llamaba Estilo 100 porque estábamos en el 99.9 del dial. Funcionaba en la ochava del edificio de San Martín y Roque Sáenz Peña, en diagonal al Mercado Central. Siempre nos movimos en la zona y la llamábamos la primera radio barrial”, narró, al tiempo que recordó que otras emisoras ya estaban en funcionamiento como Express, De la ciudad, Classic, LT4 y LT17.
“La radio era manejada por mi hermano Alberto Bienvenido Gaona, que hacía radioteatro con Juan Carlos Lacentre, que hacía el personaje de Carranza, un jefe de estancia. Lo veíamos como un negocio, como una salida económica, y algo de poder. Para mí fue una forma de vida. Seguimos hasta ahora, siempre con estilo. Pero ‘Pecho’ siempre nos advertía: ojo con la radio porque ustedes tienen una bomba de tiempo en las manos, traten de saber manejarla. Y fuimos la tercera emisora, nos fue muy bien, armamos como una escuela. La mayoría de los que hoy están en radio, pasaron por la nuestra”.
Travesía de película
Después de ese traspié, los hermanos Gaona volvieron a navegar. En ese momento, “me tocó viajar a Europa en un buque motor que se llamaba Amalia del Bene. Era la primera vuelta al mundo del barco y de la tripulación. Salíamos de Escobar donde, por lo general, cargábamos mineral”. El primer puerto fue el de Santos, en Brasil; luego Lisboa, en Portugal; Róterdam, en Holanda; Texas City, en Estados Unidos; Canal de Panamá, en Panamá; Chiwan, en China comunista; Ko Sichang, en Tailandia; Suez, en Egipto; Ámsterdam, en Holanda, nuevamente Texas y Buenos Aires.
“Esas fueron mis primeras armas. Lo que más me gustó es que hice una vuelta al mundo que comenzamos en Buenos Aires, fuimos a Texas, Canal de Panamá, en seis meses. Eso fue lo máximo y lo más lindo que pude experimentar en toda mi estancia en la marina mercante, a lo largo de unos quince años”, celebró, mientras exhibía fotografías tomadas con nativos de las distintas naciones donde tocó tierra.
Experimentó la forma de vida de Chiwan porque como tripulante de a bordo “éramos como uno más de la ciudad. Desde que bajábamos del buque, hasta que volvíamos a subir, teníamos dos personas que nos seguían por todas partes. En Tailandia también quedamos unos veinte días porque había que bajar a mano la carga de fertilizantes, que habíamos llevado a granel. Vi cómo viven, cómo se alimentan, hay muchos monjes y casas construidas sobre pilotes en el agua, donde bañan a los niños y hacen sus necesidades”. En París, durmieron en la calle. Frente a la escuela de música “había una parrilla por donde salía el calor del subterráneo. Como hacía frío, pusimos un cartón sobre el que dormían dos mientras el restante hacía la guardia. Disfrutamos de los museos. Pero, personalmente, una de las cosas más lindas es Egipto, conociendo como yo lo hice. Tomando el auto y visitando El Cairo, su museo”.
Expresó que la tripulación estaba compuesta por argentinos. “Yo era el único misionero, había correntinos y entrerrianos porque, por lo general, la empresa contrataba a gente de estas tres provincias”, dijo mientras mostró la cicatriz de un corte en la frente, producto de una tormenta “muy fea” que azotó a la embarcación.
Para Gaona, trabajar en los barcos “era una diversión, no lo tomaba como un trabajo, no tenía una familia a la que mantener. Fue lo máximo que hice. Cuando llegué a contramaestre me alejé y fue cuando conocí a Lucy Duarte, mi compañera”, de cuya unión nació su hija Agustina.
Al contar cómo conoció a su esposa, relató que su mamá tenía problemas de salud y que, en uno de esos viajes, tras la vuelta al mundo, su hermano lo llamó varias veces, pero no le avisaron. Logró contactarlo cuando estaban entrando a la Bahía de Guanabara, en Río de Janeiro.
“Estaba de timonel y escucho una comunicación por VHF para Gaona. Pido permiso al capitán para poder hablar. Habíamos roto el motor del barco y quedamos cinco días a la deriva, que es lo que tarda el remolcador de altura o de mar para buscarnos y llevarnos al ‘taller’. Cuando llegamos al muelle, me estaban esperando con pasaje en mano para viajar a Posadas. No me avisaron, pero estaban al tanto de la situación. Cuando hago la maniobra para atracar en el muelle, el capitán bajó conmigo y le pregunté: ¿qué pasó que no me avisaron antes?, a lo que me respondió: Soy el capitán, Gaona. Sé cuándo te puedo decir y cuándo no. No te dije porque no sabía cómo ibas a reaccionar”. Cuando llegó a su casa materna, se encontró con que la que le atendía, era Lucy.
“Nos vimos ahí y luego en una noche durante una de esas fiestas espectaculares de Ricardo Vera, en el Club Alemán. El amor hizo que volviera a vivir a Posadas. Formé mi familia y estoy contentísimo”, resumió quien hizo muchos compañeros “con los que nos seguimos conectando, juntando, todo porque uno hacía las cosas bien, disfrutando de lo que hacía. Esa fue una de mis premisas en la vida”.
Volver a las raíces
Consultado sobre qué lo llevó a la marina mercante, Gaona explicó que “papá era embarcadizo. Cuando vino de Asunción, por problemas políticos, se largó con las jangadas y comenzó a traerlas desde el Alto Paraná. Después se compró un lanchón en el que traía frutas, se sacó su libreta de embarque, trabajó para una empresa que se llamaba Oro, hasta que se jubiló. Antes eran 360 días por quince, no había otra forma de navegar”. Cree que fue de modo inconsciente, que “elegí de nuevo el trabajo del viejo. Como que está en el ADN. Más allá de Oscar, mis otros hermanos también se quisieron ir, pero ya no lo hicieron por mamá. Para mí fue una forma de salir de Posadas y ver cómo era el mundo, de buscarme el futuro”.
Su mamá, en tanto, trabajaba como villena y después puso un comedor para las paseras, donde antes de ir a la escuela Juan Carlos y sus hermanos lavaban los platos. “Yo era el encargado de la cocina volcán a kerosene. Muchas veces antes de salir para ir a clases, mamá decía, revisá el pico porque no está funcionando bien. Lo hacía y después iba a la escuela, llegaba con un terrible olor a combustible en las manos, en el guardapolvo”.
Confió que salir del lado de Élida, su mamá, “no costó mucho porque el hecho de haber pasado por el Liceo, me fui alejando despacito. Lo que sí me costaron fueron los días festivos lejos de casa, donde mamá esperaba que yo la llamara. Incluso el día de mi cumpleaños, la llamaba para agradecer la generosidad que tuvo de llevarme en la panza y permitirme nacer”.