El legado del Arzobispo de San Salvador, asesinado mientras celebraba una misa hace exactamente 45 años parece reforzarse con el paso del tiempo, al punto que desde hace siete años ya es un integrante más del Santoral católico.
Pero la historia de Oscar Arnulfo Romero y su trágico final, el 24 de marzo de 1980, son también un recordatorio amargo de los años violentos por los que pasaba El Salvador en su época.
Su muerte y los violentos choques durante su funeral en la plaza principal de San Salvador despertaron el repudio de la comunidad internacional y avergonzaron al gobierno de Estados Unidos, que en ese momento era visto como un aliado del gobierno de derecha salvadoreño.
Pero, más que nada, confirmó lo que muchos -incluido el mismo Romero- temían: que el país había comenzado a transitar de manera inevitable el camino de la violencia, que en la siguiente década dejaría más de 70 mil víctimas.
Durante sus tres años como Arzobispo, Romero pidió insistentemente el fin de esa violencia y defendió el derecho de los más pobres de El Salvador de organizarse para pedir cambios. Eso lo hizo un enemigo de la oligarquía que controlaba el país en ese entonces, y también lo enfrentó con partes de su propia Iglesia Católica.
Ejecuciones sumarias, secuestros, desapariciones y torturas eran moneda corriente en El Salvador de fines de los años ’70. La frase “Haga patria, mate a un cura” estaba escrita en muchas paredes del país, indicando que los prelados católicos que apoyaban la insurgencia campesina eran también un objetivo para los escuadrones de la muerte que aterrorizaban el país.
Muchos creen que fue uno de esos escuadrones el que llevó a cabo el asesinato de Romero, que
nunca fue investigado de manera apropiada por la justicia salvadoreña. Y otros varios creen que el coronel Roberto D’Aubuisson, un líder militar que fue entrenado en la Escuela de las Américas en Estados Unidos, fue el autor intelectual del asesinato de Romero.
En sus homilías dominicales, trasmitidas por radio a todo el país, Romero mencionaba los abusos ocurridos en la semana a manos de las fuerzas de seguridad. En todas las casas se escuchaba su homilía. Gente común, trabajadores, pero también las autoridades -los militares, el presidente, los políticos-, en un país donde no existía la verdadera libertad de expresión.
A través de estas transmisiones y sus visitas pastorales, Romero alcanzó a personas en los rincones más remotos de El Salvador. Y su asesinato parece dar cumplimiento a la predicción que Romero mismo hizo sobre su futuro antes de su muerte. Si me matan, dijo casi proféticamente, “resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
El 14 de octubre de 2018, Monseñor Romero se convertía en el primer Santo de El Salvador. El papa Francisco lo destacó en esa ocasión como un ejemplo de alguien que “dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el evangelio”.