En un mundo donde la sostenibilidad se ha convertido en un pilar fundamental para el desarrollo agrícola, un grupo de productores independientes de la zona centro de la provincia, ha dado un paso adelante al gestionar y consolidar la certificación Rainforest Alliance.
Este sello, reconocido mundialmente, no solo valida su compromiso con el medioambiente y las personas, sino que también les ha abierto las puertas a nuevos mercados y alianzas estratégicas, como la reciente unión con el Establecimiento Don Leandro SRL.
Pero, ¿cómo y por qué estos productores decidieron embarcarse en este proceso? La respuesta radica en una combinación de visión, trabajo conjunto y la necesidad de producir de manera responsable en un contexto de desafíos ambientales y sociales.
El grupo Picada Africana, compuesto por productores de yerba mate y té, administra 94 hectáreas de té —con un rendimiento promedio superior a los 22.000 kilos por hectárea al año— y 83 hectáreas de yerba mate, alcanzando más de 7.800 kilos por hectárea anuales.
Estos números reflejan no solo su capacidad productiva, sino también el éxito de un modelo basado en la agricultura sustentable. A diferencia de la agricultura orgánica, este enfoque permite el uso de agroquímicos y fertilizantes sintéticos, pero bajo un manejo estricto que prioriza la productividad, la salud de los ecosistemas y el bienestar de las personas involucradas.
Camino a la certificación
Obtener la certificación Rainforest Alliance no fue un proceso improvisado. Para los productores de Picada Africana, el primer paso fue adoptar prácticas que cumplieran con los tres pilares fundamentales de la agricultura sustentable.
En términos de productividad, implementaron un manejo racional de la fertilización basado en evaluaciones de suelo, evitando aplicaciones indiscriminadas y optimizando los recursos. El control de plagas se convirtió en un arte: en lugar de recurrir inmediatamente a agroquímicos, priorizaron el monitoreo, el conocimiento de los enemigos naturales de las plagas y prácticas agrícolas como podas y manejo de ecosistemas. Solo cuando estas medidas no eran suficientes, se empleaban agroquímicos de manera razonable, con dosis precisas y medidas de mitigación para reducir riesgos.
La erosión hídrica, un problema crítico que enfrentaron, también impulsó la adopción de coberturas de suelo. Estas no solo previenen la pérdida de tierra, sino que reciclan nutrientes y mantienen la humedad, un recurso vital en tiempos de cambio climático. Además, las prácticas de labranza mínima y el control oportuno de malezas complementaron este enfoque, asegurando que los suelos se mantuvieran saludables y productivos a largo plazo.
El segundo aspecto clave fue el manejo de los ecosistemas dentro de las chacras. Lejos de considerar los humedales, bosques y capueras como áreas perdidas, los productores los vieron como aliados. Estas zonas generan enemigos naturales de las plagas, capturan dióxido de carbono, retienen nutrientes y protegen los cursos de agua de la contaminación. También actúan como barreras contra el viento, reduciendo la evapotranspiración y conservando la humedad del suelo, además de prevenir la erosión y mejorar el bienestar de quienes trabajan la tierra.
Finalmente, el respeto por las personas fue un pilar ineludible. El trabajo agrícola, con sus herramientas cortantes, maquinaria pesada y exposición a condiciones climáticas extremas, es inherentemente riesgoso. Por ello, los productores invirtieron en capacitación para proteger la salud de los opera dores y garantizar un trato digno.
La equidad de género, la no discriminación y la creación de canales para escuchar quejas y sugerencias se convirtieron en parte de su filosofía, asegurando que el factor humano fuera tan valorado como la tierra misma.