Por: Julio Manuel Benítez
En las tierras místicas de Misiones, donde la selva se confabula con la tradición y la fe, se alza cada Jueves Santo un ritual culinario impregnado de historia, devoción y el sonoro compás del guaraní.
Con el ocaso tiñendo de dorado los campos y el murmullo del río acompañando cada suspiro del ambiente, las familias se congregan en torno al tatacuá, ese horno de barro ancestral que, alimentado por la leña, resguarda en su interior el sabor de siglos de memoria y fervor.
La preparación de la chipa se erige en un acto casi sagrado. La harina de maíz, cosechada a mano de las chacras y molida en un molino antiguo, conserva el espíritu del trabajo y de la tierra; se mezcla con almidón y generoso queso criollo, fruto de la misma tierra que nutre a la gente. Con mimo y paciencia, cada masa se transforma en una obra de arte efímera.
Antes de ser introducida en el tatacuá, se le confiere un toque especial: un trocito de hoja de banana se coloca con sumo cuidado debajo de cada chipa, un secreto transmitido por abuelas que sabían que la naturaleza y la cultura deben danzar juntas en perfecta armonía.
Mientras la leña de troncos de árboles nativos crepita y el fuego devora las brasas, Ña Aca -esa mujer entrañable, cuya voz que resuena con la cadencia misionera y adornada siempre con su pañoleta anudada en la cabeza- se ocupa de las chipas.
Para combatir el calor incansable del tatacuá, se sirve un refrescante tereré preparado con yuyos típicos de la región, entre ellos hojas de cocú, cuyo frescor la reconforta y la llena de energías renovadas. Con picardía y sabiduría ancestral, exclama:
– “Che, ñande rehegua, ¡este tereré ta nde rehechávo!”
Sus palabras, una mezcla viva de español misionero y guaraní, hacen vibrar el ambiente con la fuerza de un legado inquebrantable.
Cuando el tatacuá alcanza la temperatura justa, la masa se introduce en su interior con una gran pala de madera.
El retumbar del golpe y el crepitar de la leña anuncian el inicio del milagro culinario, en el que el calor y el humo se funden para imprimir en cada chipa el alma viva de Misiones.
El ritual se enmarca en el calendario sagrado: el Jueves Santo se elige con profundo sentido religioso, pues en esta región- que se extiende entre Argentina y Paraguay- se evita el consumo de carne el Viernes Santo, en señal de respeto y recogimiento.
La chipa, por ende, no es solo un alimento, sino un símbolo de fe, sacrificio y compromiso con un acervo cultural que rinde homenaje tanto a lo divino como a lo terrenal.
Entre la algarabía y el fervor se destaca la figura de Ña Aca, siempre atenta a cada detalle. Caminando por la vereda, se cruza con unos gurises que juegan en la calle con una vieja pelota de cuero, desgastada por el tiempo. Con tono firme y voz que entrelaza el español misionero y la cadencia del guaraní, les advierte:
-“¡Oime, che irundy! No se les ocurra jugar el Viernes Santo, ¿okey? Porque cada patadita a esa pelota es como patear a Jesús, a Cristo mismo. ¡Aguyje, pa’no se me hagan mal, che!”
Sus palabras retumban en la calle, recordando a todos que en estos días la fe se vive intensamente y cada acto, por pequeño que parezca, lleva consigo el eco de un compromiso espiritual inquebrantable.
Así, en cada Jueves Santo, el tatacuá se transforma en un altar de sabores y tradiciones. La harina molida con el sudor de las manos, el fuego que purifica, el refrescante tereré y la voz de Ña Aca se unen en un concierto de recuerdos y creencias.
Este ritual, que amalgama la gastronomía, la religión y el acervo cultural de la Semana Santa, sigue siendo el testimonio vivo de una identidad que se renueva con cada amanecer y se enaltece en la devoción colectiva de Misiones.