Es más kirchnerismo que nunca, entregado en cuerpo y alma a completar la faena a la que se consagró durante estos años. Como el beodo que apura la copa final antes de que llegue el amanecer, kirchneristas de toda laya despliegan sin reservas la capacidad de daño que caracterizó su largo paso por el poder. Se hunde el barco y es el sálvese quien pueda. Con el detalle de que son ellos mismos quienes queman las naves.En algo coinciden quienes hacen del poder una droga que sacia sus caprichos: después de ellos, el diluvio. Son muchos los jerarcas de distinto escalafón que deben retirarse a cuarteles de invierno, y parece que no quieren dejar las escena sin antes sacudir la tierra bajo sus pies al modo de Atila, para que el pasto no vuelva a crecer. Les pasa como al chico que, ante la orden del padre, en lugar de prestar el juguete que tiene entre manos elige romperlo. En su caso, es el voto lo que los obliga a entregar aquello que no les pertenece. Y lo que intentan romper no es cosa de niños sino un partido, una provincia, un país, incluida la gente que lo habita.Es raro: el pueblo que hasta ayer los desvelaba hoy parece un juguete entre sus manos. Activan la bomba aprovechando carencias que, se diría, ellos mismos cultivaron durante sus gestiones: hay necesidades básicas insatisfechas detrás de muchos de los que ocupan tierras cuando llega la señal. Incluso ha de haberlas detrás de algunos de los que se aferran a nombramientos masivos de último minuto capaces de provocar el colapso de la administración entrante.¿Dónde está entonces la tan mentada inclusión de la década ganada? La toma de terrenos en Merlo es otra muestra de la deuda social que deja el kirchnerismo. Más allá de subsidios clientelistas, el Gobierno no se ocupó de la promoción de los más pobres. Ni de su techo. Sueños Compartidos benefició a unos pocos vivos, que se enriquecieron con la plata de todos y a costa de las esperanzas de la gente.Ante el fin de ciclo, en el oficialismo todos desconfían de todos. Y muchos, como el escorpión, están decididos a morir matando. En Olivos creen que los destrozos de los caudillos bonaerenses (los Othacehé, los Cariglino, los Bruera) no sólo afectarán a quienes los sucedan, sino que además mellan la imagen de la Presidenta. La sensación de caos social tampoco favorece la campaña de Scioli, se quejan. Parece un chiste. La receta que aplicaron los intendentes bajó de la Casa Rosada, que hace rato prepara su bomba con una fórmula sencilla: llene los estamentos del Estado con ejércitos camporistas y échele sal al suelo en el que trabajarán las nuevas autoridades. Scioli, que se pretende heredero de este “proyecto”, testea la temperatura del agua con la punta del pie y se aleja de Cristina en busca de la clase media, mientras se prueba el discurso de Massa. Pero lo hace con la convicción de un autómata y enseguida vuelve a la campaña del miedo, junto a su jefa y Aníbal. Sorprende que conserve su caudal de votos.También sorprende que el kirchnerismo mantenga el apoyo ferviente de sus artistas e intelectuales. Ese apoyo merece respeto cuando es sincero. Sin embargo, supone un misterio. Éste ha sido el tiempo en que el país eligió vivir en el engaño. El tiempo en el que la palabra tendió un velo sobre la realidad. Cristina gobernó con el discurso. ¿Cómo pudo ese discurso seducir a tantas personas inteligentes? Tal vez la Presidenta hizo sonar ciertas notas de nuestra historia que, al no estar resueltas, no se habían apagado del todo. Mientras agitaban sentimientos colectivos, esas notas habrán resonado también en la intimidad de muchos de los que abrazaron a los Kirchner. Acaso se reencontraban así, en un gesto romántico, con aquella causa que de jóvenes los había dotado de una identidad y de una perspectiva para interpretar el mundo. Por obra y gracia de una persona, todo volvía a tener sentido. Aquel viejo fuego renacía de las cenizas. No importa que lo hiciera en medio de una fiebre consumista, del vamos por todo, de Once, de Hotesur, de Nisman. Todo resplandor, cuando nos entregamos a él, produce a un tiempo fascinación y ceguera.Por Héctor M. GuyotDiario La Nación
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