La síntesis de la liturgia de este día podría ser: “vida de fe a la espera de la patria celestial” como nos dice el libro de la Sabiduría (Sab 18, 5-9). Este fragmento de la Escritura recuerda la fatídica noche de la liberación del pueblo elegido, que se convirtió en una noche de luto y exterminio para los egipcios -quienes habiendo rechazado la Palabra de Dios predicada por Moisés- que vieron perecer a sus primogénitos. Por otra parte esa misma noche se convirtió en una noche de alegría y libertad para los hebreos -quienes habiendo creído en las promesas divinas fueron respetados por los egipcios- que iniciaron la marcha liberadora hacia el desierto, donde Dios los esperaba para hacer con ellos una Alianza. La fe o la falta de ella deciden la suerte de estos dos pueblos y, mientras que se abate la ruina sobre los incrédulos, viene la salvación sobre aquellos que creyeron. Toda la historia de Israel -como pueblo de la propiedad del Señor- está tejida sobre la trama de la fe.El autor de la Carta a los Hebreos en el pasaje de la liturgia de hoy (Heb. 11, 1-2.8-19), bosqueja con gran maestría, cómo toda la vida del Patriarca Abrahán estuvo marcada y acompañada por su fe. Por la fe obedece a Dios, deja su tierra y parte a un destino no precisado. Por la fe -aunque entrado ya en años- cree que tendrá un hijo de la anciana Sara, por la fe no vacila en querer sacrificar a su hijo Isaac, su hijo único del cual esperaba la descendencia prometida por Dios. Abrahán cree contra toda evidencia y esperanza, pensando que “Dios tiene poder para resucitar a los muertos” (Ib.19). Con su conducta Abrahán muestra con claridad que “la fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Ib.10).Por su parte el Evangelio invita a la espera (Lc. 12, 32-48): “lo mismo vosotros estad preparados” (Ib. 40). Hay que estar prontos en la fe y la esperanza para el día del Señor y la celestial Jerusalén. La perícopa evangélica se inicia con una promesa rebosante de ternura paterna: “no temas pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (Ib. 32). Los discípulos de Jesús -aunque pocos- en un mundo incrédulo, no deben temer, pues el Padre los ha constituido herederos del Reino y sobre Él se apoya la certeza de alcanzarlo un día. Pero deben, como Abrahán, renunciar a las seguridades terrenas y aceptar vivir como pobres, desasidos y desarraigados, totalmente vueltos hacia el verdadero tesoro que no está en la tierra, sino en el cielo. Por eso el cristiano no debe tener preocupaciones y afanes excesivos por las cosas temporales, sino que debe cuidar de ellas teniendo “la cintura ceñida y las lámparas encendidas, como los que aguardan a que su Señor vuelva para abrirle apenas venga y llame” (Ib. 35-36). También hoy nos es presentada la parábola del administrador fiel, cuyo objeto es subrayar la grave responsabilidad de cuantos están encargados de proveer a los hermanos. Pero ¡Ay de ellos si en la espera del amo que “tarda en llegar” (Ib. 45) se aprovechan de su posición a expensas de los que fueron confiados a sus cuidados! La larga espera no puede autorizar ninguna negligencia o intemperancia.¿Cuándo vendrá el Señor? ¿Cuándo y cómo seremos introducidos en su Reino? ¡Éste es el secreto de Dios! También los cristianos deberán aguardar con fe y esperanza sin saber el cuándo o el cómo del cumplimiento de las divinas promesas. Mientras tanto deberemos caminar por el mundo confiados en las promesas del Señor y saber -a través de la fe y la esperanza- que ellas se cumplirán. Somos ciudadanos del cielo en esta tierra y caminamos construyéndola en la fe y afianzándola en el amor a la espera de la venida definitiva del Señor. La fuerza del amor de Dios nos sostiene en el caminar de cada día construyendo este mundo y esta ciudad, esperando el gozo definitivo del Reino de los Cielos.Que María, la discípula perfecta de la fe, nos enseñe a caminar y a vivir esperando en el amor la patria definitiva.
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