Hubo una época en que ir a pescar era como hacer una incursión por el supermercado. Alcanzaba un par de horas para volver a casa con una buena cantidad de pescados y de la variedad que se buscara. En San Ignacio, cuando todavía era gurí, solíamos armar unos aparejos bastante ingeniosos para pescar los pacú que por ese entonces abundaban, principalmente en verano, cuando los enormes ingá que se recostaban sobre la barranca derramaban sobre el río una lluvia de vainas amarillas. Después de conseguir algunas latas con tapa, en desuso, hacíamos unos orificios en la parte superior e inferior por donde pasábamos un alambre grueso pero no muy largo. Después de cerrar los orificios con estaño, en cada punta colocábamos las tanzas con los anzuelos encarnados y en una canoa -prestada o usada sin permiso del dueño, daba igual- nos lanzábamos a nuestra aventura pesquera.





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